CAPÍTULO TREINTA

21 4 0
                                    

CAPÍTULO TREINTA.

BASTIAN.

Veo al rubio tecleando a toda prisa. No dejo de caminar de un lado a otro impaciente.

—Me estás desconcentrado —se queja.

Aprieto los dientes deteniéndome.

—Te voy a reventar el aparato ese en la cabeza —lo amenazo.

Si la tecnología que maneja el griego no fuera tan avanzada yo mismo me hubiese encargado de esto en vez de esperar por este imbecil.

—Meth, ¿me das un poco más de zumo? —pide.

—Ay, si, para mi también, Meth —se le une su hermana.

Paciencia. Por personas como ellos es que siempre preferí a mi familia paterna.

—¿Ya? —cuestiono.

—Esa mujer tiene que ser bellísima para que tenga a mi caramelito italiano así —Kovana se hace la graciosa.

—Tú te callas —la señalo y luego a su hermano —. Y tú, habla.

—Hablo —aprieto los puños para no irme hasta él y ahorcarlo.

—¡¿Ya?! —repito.

—Recuerda que el microchip de la pulsera no es muy avanzado, por lo que te expliqué de que así se volvería menos visible para el ojo humano.

—¿Y qué con eso?

—Que arroja tres resultados —señala la pantalla —, son direcciones, en una de esas está... —chasquea los dedos.

—Kailani —le recuerdo mientras busco el móvil.

—Kailani —repite Kovana y siento la necesidad de meterle un tapón en la boca —, mar y cielo.

Volteo a verla.

—¿Qué?

—Kailani significa mar y cielo —dice —. Era el nombre de la abuela de mi difunto esposo.

—¿No era Eva? —cuestiona Mykelti.

rueda los ojos —Si, si, y el abuelo se llamaba Adán —suelta —, ya luego de un rato deja de dar risa, Mykelti.

Los vuelvo a ignorar concentrandome en la llamada que me acaban de atender.

—¿Listo?

—Tenemos tres direcciones.

—Vénganse a la central —cuelga.

Solo me basta darle una mirada al agente para que se coloque los zapatos y recoja lo necesario.

—¿Ya se van? —llega mi madre.

—No podemos perder tiempo —contesta su primo.

—¡¿Puedo ir?! —salta Kovana.

—¡Joder, ¿que no te dejé claro que no estuvieses molestando?!

—Bastian, por Dios, sólo quiero —alzo la mano para que se calle.

Parece que tiene trece años. Tomo las llaves de la camioneta y me subo junto al griego.

Avanzamos por las calles de Los Angeles sin despegar la mirada del camino. Pienso en lo que está pasando, todo esto es una mierda.

—Tienes que mantener la calma —habla Mykelti.

—Eso es lo que hago —digo.

—La forma en que le gritaste a Kovana me da a entender lo contrario.

HABACH: El precio de la fama. ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora