Prólogo

237 39 22
                                    

Mio se sentía destrozada. 

Una parte de ella sabía que aquello ocurriría. Tarde o temprano. 

Desde el principio, ella había odiado la idea de no poder separarse de Yona y de estar obligada a protegerla. Había tirado por tierra infinitos intentos que los demás habían hecho para integrarla en el grupo. Sin embargo, ellos habían conseguido penetrar su coraza y ablandar su corazón, la habían convertido de nuevo en la asustada y dependiente chica, que le aterraba la idea de abandono y la que dejaba que la ansiedad y sus traumas la superaran. 

Ahora, de pie inmóvil en medio de la casa de alguien quien ella no conocía y que había destrozado y revuelto en medio de su descontrolado ataque de ira y ansiedad, por fin se dejó romper. Estaba sola, de nuevo, y ya no tenía por qué fingir, o por qué retener su dolor. 

Era la primera vez que lloraba en mucho tiempo, sin detener las lágrimas, con sus brazos colgando a sus costados inertes. No tenía siquiera fuerzas para cubrirse el rostro o limpiar las lágrimas saladas que corrían como torrentes enfadados por su rostro, sin sentido. Sus hombros estaban hundidos, su cabeza agachada, su espalda marchita como una flor muerta. 

Esas cuerdas que a veces sostenían su sonrisa se enroscaban ahora al rededor de su cuello, asfixiándola, ahogándola en desesperación y terror. Las lágrimas empañaban sus ojos y recorrían sus mejillas con velocidad, deslizándose por su pálido rostro que también se había sonrojado por el llanto. 

Sus manos temblaron mientras se alzaban y se abrazaba a sí misma y se echaba más hacia delante, sintiendo que si no se apretaba con fuerza se caería en pedazos. 

Mio trataba de decirse a sí misma que aquello habría pasado antes o después. Intentaba hacerse creer falsamente que, en cuanto ella flaqueara, ellos buscarían una excusa para alejarla de ellos y abandonarla como un perro callejero. Aún no podía creer que le hubieran inculpado de algo como aquello. Ni siquiera estaba completamente segura de qué había hecho, o qué había dicho, para que pensaran aquello. No comprendía porqué había ocurrido tan de repente. Ella se había ido a nadar un rato al lago, y al regresar, se había quedado huérfana, por tercera vez. Y, por cuarta vez en su vida, volvía a estar completamente sola. Por cuarta vez, había dudado, había amado, había vivido y luego había perdido.

Le habían preguntado infinitas veces por qué no dormía de noche, y ella mentía y decía que era inmortal y que no era necesario. Sin embargo, ella pasaba las noches en vela porque estaba tratando de reprimir la sed de sangre que tenía por culpa del Dragón Violeta, esa voz y ese impulso tan fuerte por matar a la reencarnación de Hiryū. Mio había sufrido dolores de cabeza y ansiedad tratando de controlar aquel lado "malo" que quería matar a Yona, y así era como se lo habían pagado. Culpándola de aquello que tanto dolor le había causado para dejarla atrás. 

Se repetía aquellas palabras una y otra vez, queriendo con todas sus fuerzas convencerse a sí misma. Lo sabía, no debía confiar su corazón a nadie, y aún así lo había hecho y se lo habían destrozado, una vez más. Ella no había hecho nada, y se había esforzado tanto por hacer las cosas bien, que sus sentimientos sinceros y profundos ahora eran como heridas causadas que jamás se podrían curar. 

En el fondo, Mio no estaba tan enfadada. Estaba dolida. 

Sus piernas parecieron ceder y casi cae. Estuvo a tiempo de apoyar una mano en el suelo y evitar el golpe. Tragó en seco, abriendo los ojos levemente. Se esforzó mucho por ponerse en pie, y caminó tambaleándose hasta la habitación donde había dormido. Temblando, logró alcanzar su mochila y echársela al hombro, y abandonó el lugar mientras su cabeza retumbaba y sus oídos pitaban. Fuera, el aire de la noche la recibió, golpeando su rostro y removiendo su cabello. El frío aire de la noche la despejó por un segundo, golpeándola y aliviándola levemente.

Sus mejillas, nariz y orejas seguían rojas, y todavía se podían distinguir los rastros de las lágrimas sobre su rostro. Apenas había podido dar unos pasos cuando su mirada verde, ahora brillante por las lágrimas que seguían atascadas en ellos, se posó en la mirada azul del chico que había salvado noches atrás. 

El chico, cuyo nombre no recordaba, se sorprendió tanto de por fin poder ver a la chica que durante unos segundos no reaccionó. Después, tras un silencio llano, el chico corrió hacia ella, y de abrazó a su cintura como si su vida dependiera de ello. La fuerza del impacto obligó a Mio a dar un paso hacia atrás para mantener equilibrio, pero no se movió. Quizá todavía estaba en shock por haberse quedado sola de un momento para otro, pero tardó sólo unos segundos en sentir la fuerza con que el chico se abrazaba a ella. Mio observó al niño, cuya cabeza alcanzaba la altura de su estómago, y su rostro estaba escondido contra su cuerpo. 

Mio tardó unos momentos en reaccionar. Puso una mano sobre el hombro del niño y la otra sobre la cabeza del menor. Le acarició la cabeza, con cuidado, con cariño. Peinó sus cabellos revueltos mientras el agarre del contrario se hacía aún más fuerte. Mio subió una de sus manos, la izquierda, y se limpió las lágrimas con dedicación, y luego volvió a posarla sobre el hombro del niño. Suspiró, correspondiendo al abrazo. 

De pronto, se agachó para tomar al niño entre los brazos y luego se puso en pie. Ya era un niño mayor, quizá con nueve o diez años, pero se aferró a Mio como un bebé lo hace a su madre. Ella le acarició la espalda y se puso en pie, tratando de calmar las lágrimas que había dejado escapar.

-Gracias, nee-sama.- dijo el menor, abrazado al cuello de la inmortal. Ella sonrió levemente y acarició su cabello.

-Gracias a ti. Cuando caímos, recuerdo que quedé inconsciente un momento, pero cuando estuvimos en el suelo y vi que el resto de la pared caía también, alcancé a meternos en esa cueva. No logro recordar más, pero me han contado que caímos al río y este nos llevó corriente abajo. Tú me sacaste del agua y nos llevaste de vuelta a la entrada, cargando conmigo, aunque no pudieras sacarme solo de allí. Sin embargo, lograste avisar a... Yona...- dijo, con una voz temblorosa, antes de continuar.-... y nos salvaste a ambos. Fuiste muy valiente. 

El niño no logró encontrar palabras para responder, y se aferró a Mio. 

-¿Te vas?- preguntó, con la voz rota. Mio tragó en seco para deshacer el nudo de su garganta, y tomó valor.

-Sí.

-¿Volverás por mi, nee-sama?- inquirió, 

Mio negó en silencio. 

-No puedo, pequeño.- dijo, agachándose para dejarlo en el suelo. Él se obligó a dejarla ir, aguantando las lágrimas. Mio se acuclilló para ponerse a su altura, y se abrazó a sí misma.- Este no es mi mundo. 

El niño tragó en silencio, se frotó el rostro y limpió sus lágrimas. 

-¡Mi madre no tiene razón! ¡Tú no eres un monstruo! ¡Nee-sama me salvó la vida!

Mio bajó la mirada y se puso en pie, sin el valor para mirarlo. 

-Los padres hacen lo que es mejor para sus hijos...- dijo en voz baja, casi como explicándoselo a sí misma.- Las personas tienen miedo y desconfían, porque no entienden. Y como no quieren entender, se alejan y se van, alejándose de... personas... como yo...- murmuró, pensando en las personas que la habían dejado atrás no hace mucho. Llenó sus pulmones de aire y se alejó del niño.- Regresa a casa y cuida de tu hermana pequeña.

-Pero te irás...- lloró el contrario.

-Pero pudiste despedirte. Gracias, pequeño.- susurró la inmortal, con una sonrisa suave y apagada en sus labios apretados. Alzó la mirada y miró a lo lejos, tras el menor, como si viera a alguien acercarse; y el niño se giró asustado pensando que era su madre.- Adiós.- dijo finalmente, y cuando el chico dio media vuelta otra vez para detenerla, Mio ya se había marchado, y la oscuridad ya había consumido el lugar sumiéndolo todo en silencio y soledad. 

---⛩️---

1264 palabras. 




Mi Dragón - Akatsuki no YonaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora