Luna
Es martes en la tarde cuando llego a la casa de Alex. Había llegado en un vuelo el domingo en la noche, justo después de que obtuviera el tercer lugar en el Grand Prix de Gran Bretaña. Papá y mi hermano insisten en que es un excelente promedio para un muchacho joven como Alexander, ya que es solo es su segunda temporada.
Insistió en que fuera el lunes a su casa pero preferí dejar que se le pasara el efecto del cambio de horario entre Estados Unidos e Inglaterra. Así que me encuentro martes en la tarde en la puerta de su hogar.
Trato de no pensar en el hecho de que ahora es una mansión y que lo conocí en un pequeño apartamento de la ciudad de Boston cuando vivía con su madre y su hermana recién nacida hacía diecinueve años.
No me abrumo por el hecho de que puede vivir en cualquier parte del mundo y sigue viviendo en las afueras de Boston junto a su familia.
Diana, la madre de Alex y mi madre postiza para los fines, me abre la puerta unos minutos después de que suena el timbre. Me da un abrazo con fuerza diciéndome que me ha extrañado. Respondo lo mismo, aunque a penas tenemos una semana que no nos vemos.
El pastel de masa de chocolate relleno de dulce de leche que le traje a Alex está empacado en la funda que llevo en mi mano. Me lo quita de las manos.
— ¿Está todavía durmiendo?
Diana hace una mueca irónica, como si de verdad no creyera lo que le acabo de preguntar. Me rio.
— ¿En la pista de carreras? —Aventuro.
— Lo conoces mejor que nadie. —Ella se ríe y me dice que va a colocar el pastel en un plato para llevárselo y que no tiene que indicarme a donde ir. Esta es tu casa, menciona como si no lo he escuchado cientos de veces.
Camino hacia las puertas corredizas de la parte trasera.
Es increíble todas las cosas que puede tener esta casa. Podría enumerarlas una a una para que entiendan lo inmensa que es:
1. Dos piscinas, una interior de doce metros de largo y una exterior de veinticinco más un jacuzzi cada una.
2. Una cancha de baloncesto.
3. Una cancha de tenis.
Siempre me he preguntado si alguien la usa.
4. Un gimnasio.
5. Una pista de carreras de go kart de 1700 metros.
Es una locura.
Puedo seguir con las habitaciones y amenidades de dentro de la casa, pero creo que es suficiente para que se entienda la inmensidad.
El kart favorito de Alexander es de color negro. Es una réplica exacta del que usa en las carreras profesionales. Tiene otros tres carros más: un azul, un rojo y un rosado. Según él, el rosado lo reserva para mí porque cuando éramos niños me encantaba usar el carro rosa en la pista de karts.
De todas formas, le he dicho en miles de ocasiones que fue un gasto innecesario y despilfarrador de dinero, pero dice que no lo va a vender.
Para no sentirme mal conmigo misma, lo acompaño de vez en cuando a jugar. No puedo negar que me divierto bastante.
Me recuerda al momento en que nos conocimos a los seis años. Alex estaba viendo fijamente la pista de karts y yo lo veía a él. Me presenté y le pregunté si quería correr. Me confesó que no tenía dinero, así que le regalé mis boletas. Hasta el sol de hoy dice que no tiene manera de agradecerme eso porque fue lo que lo llevó a entender cuánto amaba correr en primer lugar. Lo cierto es que el talento de Alex era innato.
El punto es que el carro negro y el rosado están haciendo una carrera insana en la pista. Me siento en uno de los bancos para observar. Me molesta que alguien haya usado mi kart, pero técnicamente es el carro de Alex porque fue su dinero invertido en él.
Me pregunto si quizás Alyssa, su hermana, es quien está con él en la pista.
Luego de dar tres vueltas más alrededor, ambos vehículos se detienen cerca del banco en el que estoy. Alex salta del carro retirándose su casco.
Santa mierda voladora.
No tiene camiseta. ¿Por qué diablos...?
Los rizos castaños se pegan a él en la frente, el ámbar de sus ojos brilla con el sol. Sus abdominales relucen por el sudor. Me da una sonrisa cegadora y me abraza levantándome del banco como si pesara menos que una pluma.
— Te extrañé, Sol —me dice dándome vueltas por el aire.
Siento que me estoy mareando.
Miro con intriga el auto rosa, el copiloto se ha bajado y nos mira. Es un hombre.
Otro hombre caliente y de piel aceitunada sin camisa.
Maldición.
Se quita el casco. Es Henry Duncan, otro piloto de F1. Lo conocí el verano pasado en la fiesta de cumpleaños veinticinco de Alex.
Carraspeo para que Alex me baje de sus brazos y deje su cara de felicidad. Por un minuto, Alexander no se percata de su alrededor, luego dirige su mirada hacia el invitado y suelta una carcajada animado.
— Le gané una apuesta a este —lo señala con la cabeza—. Espero que no te moleste que haya tenido que usar tu kart.
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La pareja perfecta
ChickLitLuna Hill es una escritora frustrada que tiene seis meses buscando la inspiración sin encontrarla. Su publicista le da un último aviso de que debe entregar un nuevo libro en tres meses o deberá terminar el contrato. La famosa promesa de la Fórmula...