4. La propuesta

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Dave solo iba al gimnasio las tardes que su padre estaba libre, porque lo acompañaba. Ángel había investigado las nuevas pruebas físicas para las oposiciones a policía, y basados en los mejores resultados, le asignó a Dave una serie de ejercicios de fuerza y velocidad para entrar en forma.

—Este viernes trabajo —le dijo Ángel un martes a mitades de octubre, y vio la expresión del chico mudar, triste.

—¿Y si voy con el padre de Jill? —sugirió Dave, acurrucado en un extremo del sofá, pegadas las rodillas al pecho, y su padre frunció el ceño.

Dave detestaba estar rodeado de hombres.

—Si te sientes suficientemente fuerte como para enfrentarlo, sí.

Dave suspiró. En realidad, le agobiaba la idea.

—Necesito hablar con él —explicó en un murmullo, rezagado—. He ahorrado para comprarle un anillo a Jill. ¿Puedes... ir conmigo a elegirlo?

—Siempre.

Recibía dinero cada vez que limpiaba el edificio, ya que todas las semanas rotaban entre los vecinos el mantenimiento del bloque, y Dave, al descubrirlo, se ofreció a fregar suelos y escaleras, regar el jardín común, asegurarse de que el estacionamiento estaba limpio, sacar la basura y repartir la correspondencia.

El sábado habló con el padre de Jill.

Aquel hombre de cabello teñido de blanco y cuerpo evidentemente trabajado, tan similar a Egea, de nombre Gabriel Ros, respetó los ejercicios que Dave le dijo que debía practicar, de forma que el chico no se sintió tan incómodo como creyó.

No le dijo lo que pretendía hasta sentarse a descansar en una de las bancas forradas de cuero del gimnasio; Dave bebió de su botella y se apartó el cabello empapado de sudor de la frente.

—Quería preguntarte algo —le dijo, y el padre de Jill se acercó a sentarse frente a él.

—Lo que quieras.

Lo miraba a los ojos y eso le robaba la valentía; sin embargo, reunió el suficiente coraje para, sin parpadear ni titubear, meter la mano dentro de su mochila negra y rebuscar por la cajita de madera:

—¿Me das permiso de casarme con Jill?

Abrió la caja para revelar el precioso anillo de oro blanco sobre la almohadilla de terciopelo negro, con su pequeño diamante central.

—Fui con mi padre a comprarlo el jueves —le explicó—. Yo la quiero de verdad, y te estoy pidiendo permiso porque... Sé que os arruiné la vida a tu hija y a tu familia entera, pero...

—No has arruinado nada, Dave. Al revés.

El padre de Jill había tomado la cajita de madera en sus manos para observar el anillo detenidamente. Estaba tan nervioso como Dave, aunque no lo demostrase.

—Nada fue tu culpa —repitió, esta vez mirándolo; al cabo de unos segundos de ruidos mecánicos, música en los altavoces y ecos contra las paredes, le devolvió a Dave la cajita—. Honestamente creo que es demasiado joven. Pero pregúntale a ella. Si ella quiere, lo aceptaremos.

Dave acarició el anillo, clavados los ojos en la esterilla negra del suelo; la ansiedad le revolvía el estómago al punto de impedirle hablar. Hacía un tiempo había creído que se haría adulto a los veinticinco, y de repente tenía diecisiete y ya debía pensar en formar una familia.

—Nunca estaréis solos —comentó de pronto el padre de Jill, que se percató de que el chico había palidecido como si la temperatura hubiese bajado quince grados—, así que no tengas miedo. Creo que tienes la fuerza de sobreponerte de cualquier cosa.

𝐃𝐚𝐯𝐞 & 𝐉𝐢𝐥𝐥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora