12. El juicio final

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En enero, se reanudaron los juicios contra Valencias, Llorente y Santos. Pese a que el único vídeo grabado de la violación revelaba a Álvaro como culpable, después de que Sergio corroborase la versión de Jill, confirmando que las pruebas de ADN halladas pertenecían a los tres implicados, se les condenó a los tres.

Santos defendió su inocencia hasta el último segundo. Se declaró cómplice y repitió hasta la saciedad que él no había participado en la violación; sin embargo, su palabra no resistió contra la de Jill y Sergio, ni contra la evidencia de huellas en el cuerpo de ella y en su ropa.

La noche anterior al citatorio, a las cuatro de la mañana, Jill abrió los ojos de golpe. Sudaba tanto que había empapado las sábanas; su propia voz la despertó.

Había visto delante de sus propios ojos a Álvaro y sentido sus dedos fríos y largos, pero cuando se revisó los brazos, ni siquiera tenía marcas.

—Jill, ¿estás bien?

Su madre.

Controlando su respiración, Jill aguardó en silencio a que se fuera, pero su madre empujó para entrar.

La luz azulada de la noche se filtraba entre las persianas, recortando la figura de Jill, con su lacio cabello sobre los hombros y su ancho jersey de pijama gris, contra la penumbra, sentada a la orilla de su cama.

—Te he oído gritar —susurró, y se acercó lo suficiente a la cama como para acomodarse a su lado.

Jill no supo qué decir. Sus latidos hacían eco en el dormitorio. No podía confesarle que soñaba cosas asquerosas, que los hombres que la acosaban en sus pesadillas no tenían rostros ni nombres.

El agua se secaba en sus mejillas.

—Mañana es el juicio —dijo a media voz.

—Todo va a salir bien —murmuró su madre—, así que intenta descansar.

—Mamá —la llamó débilmente—, ¿por qué me eligieron a mí?

Jill tragó con fuerza. Aunque ella y su madre no habían tenido la relación más profunda, notaba los esfuerzos de su madre por acercarse desde aquel trágico día. En su corazón, quería confiar en ella.

Vio a su madre apretarse las manos, tan nerviosa como ella.

—No lo sé.

Jill suspiró. Tenía demasiado calor; su cabello caía en mechones a los lados de su cara, empapado en sudor. Hacía seis días que no lo lavaba, pues no había sentido ganas de hacerlo.

—No quiero rendirme —susurró—, pero a veces desearía no tener al bebé.

—Jill...

—¿Es egoísta? —Se giró a su madre, sin alzar la voz—. Tengo dieciséis años. No estoy lista para ser madre. Hay muchas cosas que quiero hacer todavía. ¿Por qué me embarazaron? Lo hicieron a propósito, ¿verdad? Querían arruinarme la vida. ¿Por qué Dios no hizo nada? ¿Por qué Dios es tan injusto?

El nudo en la garganta la asfixiaba. Tenía pavor del futuro, del tiempo, del parto. No estaba preparada para el dolor, para sostener a su hija en brazos. ¿Debía aceptar solo porque era su destino? No creía que su destino se limitara a criar a su hija.

—Todavía puedes hacer esas cosas, hija. Me dijiste que ibas a ser fuerte.

—Ya no tengo ganas de ser fuerte.

El miedo le paralizaba los huesos. Al día siguiente vería a sus violadores, los miraría a los ojos y escucharía la condena que cumplirían en algún centro de menores del país.

𝐃𝐚𝐯𝐞 & 𝐉𝐢𝐥𝐥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora