21. Hechos para ganar

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—Javi viene en noviembre —le dijo Natalia a Ángel durante el turno de tarde, sobre las cinco de la tarde, envueltos en el aire caliente de verano.

Urías y él habían bajado del coche patrulla aparcado en la plaza de España al reconocer el furgón de Natalia a media avenida; tras un breve intercambio de palabras entre los agentes, de alguna manera Natalia y él echaron a andar mientras que Urías permaneció en la conversación con Yesin Amar, el compañero de Natalia.

A esa hora, un día cualquiera, no había habido incidentes.

Ángel, que hasta entonces mantuvo las manos aferradas al chaleco del uniforme azul marino mientras bajaban la calle, la miraba de reojo.

—Lo invitaré a cenar. Contigo, claro.

Javier era el hijo menor de Natalia, que fue destinado seis meses a Iraq; se vieron una sola vez, cuando regresó de la última misión y pasó ocho días en las Islas Baleares.

—Es vegano.

—Descuida.

Ángel ya había conocido a su hijo mayor, Abel, en persona, que terminó la carrera en Córdoba y planeaba abrir una empresa en Alemania y revolucionar el mundo de la moda.

—Será un éxito —le aseguró Abel la vez que cenaron los tres juntos—, lo cual significa que tu hijo puede quedarse con toda mi ropa.

Los hijos de Natalia vestían de calidad y toda la ropa que le regalaban a Dave llegaba en buen estado.

Abel era un hombre alto y atlético; con su cabello chocolate siempre hacia atrás, olía a perfume caro. Su hermano Javier, por el contrario, era más informal, inamovible frente a los lujos o el dinero, que había cambiado de profesión tres veces a sus veinticinco años de edad, y el chico más dulce que Ángel hubiese conocido.

—Yo quiero lo mejor para mi madre —le dijo la vez que Natalia los presentó.

Ella se apresuró a aclarar que solo eran compañeros de trabajo, pero Ángel, que no se dejaba intimidar por nadie, no trató de defenderse.

—Haré todo lo que esté en mis manos para serlo —le juró.

Después de aquella conversación, Javier se había convertido en otro hijo para él. Le hablaba de sus misiones en Iraq y de lo duro del trabajo, y Ángel lo comprendía.

—¿Cómo están? —le preguntó a Natalia, en la patrulla a pie, refiriéndose a sus hijos.

—Bien, dicen —contestó ella; luego suspiró—. Javi me habla todas las noches antes de dormir. ¿Y tu hijo?

Ángel afirmó con la cabeza.

—También está bien. Lo echo de menos.

Natalia no dijo nada al instante. De hecho, al escuchar a Ángel, se preguntó por qué le costaba tanto admitir ese tipo de cosas.

—Y yo. A Javi, me refiero —aclaró, nerviosa de pronto—. Quiero decir, también me preocupo por Abel. Pero él tiene su vida casi resuelta: está con su novia en Córdoba, es más independiente...

—Como tú.

Natalia pegó los labios. Él tenía razón.

Durante algunos minutos, trató de elaborar una respuesta lo suficientemente convincente como para mantener su imagen de mujer fuerte y segura de sí misma, la misma que portaba frente a los ciudadanos. Había sido el pilar de sus hijos desde el divorcio: ellos nunca la habían visto ceder, fallar, caer. Pero con Ángel no le salía.

Nunca le había ocultado nada, ni tampoco él a ella.

—Porque puedo manejarlo sola.

Ángel se encogió de hombros.

𝐃𝐚𝐯𝐞 & 𝐉𝐢𝐥𝐥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora