6. Suficiente

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El balón de baloncesto chirrió al rebotar contra el suelo de la cancha de deportes. Dave, que se había acostumbrado a observar los partidos de fútbol en el patio del anterior instituto, ahora estaba sentado en el gimnasio, contra la pared, posados los antebrazos sobre las rodillas, fija la vista en los muchachos.

No sabía jugar baloncesto, ni le interesaba aprender. A él solo le gustaba el fútbol, pero no jugarían hasta la primavera.

Isis Vilariño, la niña que lo había defendido la otra semana, jugaba con ellos. Ella y Yasmina eran las únicas chicas que se incluían en los partidos de los chicos, y ese día, Yael se había sentado junto a Dave en el suelo, mientras el resto de niñas hacían grupitos en las bancas de madera para hablar de temas estúpidos.

—¿Cómo está tu rodilla? —le preguntó Yael.

—Bien —respondió Dave, seco.

Se había caído antes de entrar a la cancha, bajando los enormes escalones de la escalera que llevaba al patio de recreo, porque había llovido en la madrugada; no pensó que su piel fuese tan sensible de romperse con un raspado. Por suerte nadie se rio, ni sus amigos, sino que Raúl fue el primero que se agachó a levantarlo.

—Siéntate dentro —le había dicho entonces, cargando el brazo de Dave sobre los hombros, junto con Omar.

—¿Y si Rielo me dice algo? —inquirió espantado.

Había escuchado cómo el profesor se refería a Raúl y no soportaría la humillación de que lo llamaran menos hombre.

—No lo hará —protestó Raúl—. Solo se mete conmigo. Ni siquiera a Omar le dice ese tipo de cosas.

Por esa razón, acabó en el suelo del gimnasio, cubierta la herida por la molesta tela del chándal del instituto; le picaba porque sangraba, pero prefirió aguantarse a decir algo.

Dave no conocía a ninguna chica en particular, pero había alcanzado a oír suficiente conversación desde donde se acomodaron como para confirmar que no quería nada que ver con ellas.

Ainhoa Merino parecía ser una de las líderes de los grupitos, mientras que Jimena Conrado había reunido otro grupo.

A pesar de llevar menos de dos meses en clase, Dave ya había escuchado a Ainhoa presumir sus salidas todos los fines de semana, sus estrategias para comprar alcohol siendo menor y, considerando lo escuálida que lucía, el chico supuso que no consumía nada excepto ginebra. Él, que no entendía de botellones ni bebidas, se mantenía al margen.

Yael le avisó que Ainhoa era prepotente y manipuladora, pero Dave tampoco confiaba mucho en él. Lo poco que sabía de él era que tenía novia en otro instituto, a la cual engañaba con otra chica, que había repetido año y que tenía una hermana menor. Y él era incapaz de llevarse bien con alguien mentiroso.

Cuando salió de clases aquel día, haciendo su mayor esfuerzo por doblar la rodilla pese al dolor de la herida, deseó que su padre no hubiese llegado. Así tendría tiempo de alcanzar la esquina y esperar al coche plateado, y subirse antes de que se diera cuenta de que no caminaba con normalidad.

Pero no.

El coche policial lo esperaba en la esquina, y esta vez, su padre manejaba. Frunció el ceño cuando vio a Dave, y se bajó del auto para dar vuelta y abrirle la puerta de copiloto; le quitó la mochila de la espalda.

Dave ni siquiera lo miró.

—¿Estás bien?

—Sí.

—¿Te has peleado?

—No.

Dave se dejó caer dentro del auto. Se le había acelerado el corazón de pensar que tendría que explicarle lo ocurrido, por lo que se dijo que no lo obligaría a hacerlo.

𝐃𝐚𝐯𝐞 & 𝐉𝐢𝐥𝐥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora