22. La distancia que nos une

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Un pequeño apartamento de ladrillo, en un bloque de pisos en Corazón de María, de dos baños, tres habitaciones, sala de estar y cocina, en Madrid, se había convertido en el hogar de Dave y Jill. Tras un vuelo de hora y media y una larga mudanza, Jill se dedicó a instalar y acomodar cajas con ayuda de Lauren, que aunque no movía cosas pesadas, colaboraba con lo que estuviera a su alcance.

Dave no solo salía tarde de su formación, sino que hacía cuarenta y cinco minutos en metro hasta casa.

Las primeras semanas, Jill no se quejó: se levantaba a las cinco de la mañana, empacaba el sándwich de crema de cacahuete de Dave y lo despedía, pues debía estar en la comisaría a las siete en punto; luego limpiaba la casa, lavaba ropa y leía antes de que Lauren despertara. Debía ser fuerte para Dave.

Pese a su energía y sus ruidos, Lauren era su alegría. Cocinaban y comían juntas, veían películas y le enseñaba inglés, matemáticas y caligrafía con ayuda de cuadernillos.

—Ya he conocido a los vecinos —le dijo Jill una noche a Dave, cuando él se había metido en la cama, cubierto por las sábanas hasta la cintura.

En cuanto ella alzó la manta de su lado, Dave apartó el teléfono.

—Yo no he visto a ninguno aún.

Porque pasaba doce horas fuera de casa.

—Son amables —prosiguió Jill con tal de no discutir—, o por lo menos, los que he conocido. No podía faltar el que siempre se queja de todo, pero vive en el primer apartamento.

Dave bostezó.

—Hoy Lauren me dijo que era fea —añadió ella, apoyada contra los almohadones.

Extrañado, él la miró. Si Lauren no iba a la escuela aún, se cuestionó cómo habría aprendido esa palabra.

—¿Por qué?

Jill se encogió de hombros.

—No sé —murmuró—, pero le dije que no era verdad.

Por la manera en que respondió, sonó como si a ella le hubiera gustado que le dijeran lo mismo, pero Dave no hizo preguntas. Estaba cansado. Esperó a que Jill suspirara y se deslizara dentro de la cama, hasta recostar la cabeza sobre el hombro de Dave.

—¿Cuántos hijos te gustaría tener? —le preguntó en un ronco murmullo.

Dave frunció el ceño. Quieto, jugaba a acariciarse los pulgares sobre el vientre; el helor del apartamento le erizaba el vello rubio de los brazos.

—Uno está bien —dijo—. Nunca he querido una familia por lo que pasó con la mía, así que no me había planteado tener hijos. Hasta que te conocí a ti.

Jill no se inmutó. Permaneció acurrucada contra el cálido cuerpo de Dave, posada una mano sobre el pecho de él, que se inflaba y desinflaba conforme respiraba.

—¿Y tú? —inquirió él al fin.

Jill hizo una mueca.

—Sé que quieres a Lau —contestó—, pero odiaría que no te sintieras satisfecho.

Dave chasqueó la lengua.

—Nunca he sentido eso —protestó de mala manera—. Me bastas tú. No necesito hijos para sentirme completo.

—No hablo de hijos.

—¿Entonces?

Jill tembló al resoplar.

—Me refiero a que nunca lo hemos hecho.

Estaba triste, más de lo que Dave la había visto nunca, y él no pudo tolerarlo:

𝐃𝐚𝐯𝐞 & 𝐉𝐢𝐥𝐥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora