33. El peso de tu uniforme

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El lunes, Dave dejó a Lauren en el instituto a las siete de la mañana.

La chica, medio dormida, apoyó la cabeza contra la ventanilla del coche durante el trayecto, ignorando el rumor de la lluvia, remetido el polo blanco en la falda de tablas.

Él le preguntó si había dormido bien y ella emitió un sonido gutural que significaba "déjame en paz". Cuando aparcaron ante la puerta principal y Lauren se incorporó, Dave le ayudó a colocarse la capucha del anorak oscuro.

—Te quiero, Lau.

Lauren rodó los ojos con su clásica amargura.

—Me alegro.

El portazo los separó. Lauren ya había cruzado la calle a toda velocidad.

Dave suspiró. Sabía que Lauren odiaba levantarse temprano y que la dejase antes en el instituto porque él debía trabajar. Pero en el fondo de su ser, si lo pensaba demasiado, empezaba a pesarle el no saber ayudar a su hija.

Ya le había repetido hasta la saciedad que cambiase de amistades, que dejase de enfocarse en ella y su apariencia física, pero Lauren nunca le hacía caso.

Seguía con su malhumor de siempre, sus reclamos porque él la dejaba demasiado temprano en la escuela o la recogía tarde, y sus comentarios crueles sobre cómo los policías eran corruptos, abusadores o inútiles.

—Alba dice que la policía solo detiene a la gente que le conviene —le había dicho una vez, hacía algún tiempo—, a los indefensos. Cualquiera sale de la cárcel pagando. Cuando se difundieron los mensajes de esos niños que planeaban violar a sus compañeras de clase... ¿por qué no hicieron nada?

Dave se limitó a encogerse de hombros.

—La justicia está corrompida —murmuró al fin y la niña puso los ojos en blanco—. La policía hace lo que manda el gobierno; y justicia, si pueden.

—La poli no hace nada.

Los ojos castaños de Dave se hundieron en los verdes de Lauren; despacio, se humedeció los labios.

—Un día te voy a llevar conmigo al trabajo —sentenció— para que repitas delante de mis compañeros que no hacemos nada.

Tal vez parecía que a Lauren no le importaba en lo más mínimo, pero en realidad, su pequeña cabeza de quince años no dejaba de darle vueltas al mismo asunto que la atormentaba.

Estuvo ida en clase, contemplando el cielo blanco y gris desde su asiento, sin intercambiar palabra con nadie, garabateando en su agenda escolar. Las ventanas crujían con la lluvia; a ella le gustaba escuchar el agua salpicar el cristal.

Le había preguntado a su madre hacía algunos días otra vez por la madre de Dave, y Jill se encogió de hombros.

—Él será quien te hable de su familia.

—¿Qué es tan privado como para no contármelo? —había replicado Lauren—. ¿Eran caníbales o algo así?

Jill la miró mal.

—Pregúntale a él.

Lauren no lo hizo porque ya sabía qué diría su padre. No le habría molestado si no los escuchase cuchichear en la cocina ni se percatase de sus miradas de complicidad.

A veces los espiaba en busca de información, pero de nada servía.

A la hora del recreo, agarró su bebida energética y su sándwich de crema de cacahuete, y bajó sola al recreo. De haberse unido a sus amigas, no habría comido; le avergonzaba comer delante de chicas más delgadas que ella, por lo que optó por sentarse sola.

𝐃𝐚𝐯𝐞 & 𝐉𝐢𝐥𝐥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora