24. Al límite

752 76 73
                                    

Nada mejoró. Dave no se atrevía a explicarle a su padre que se estaba muriendo por dentro, que no aguantaba la asfixiante culpa en su pecho. Ahora las conversaciones con él, las noches en su cama y las memorias se difuminaban en su mente, como si hiciera demasiado tiempo que todo hubiese ocurrido.

En el trayecto en metro a Comisaría, se sacó la cadena del interior de la ropa y jugueteó con la estrella; casi escuchaba la voz de su padre repetirle al fondo de su cabeza:

"No importa lo que pase, estaré contigo incluso después de la muerte."

Dave cerró los ojos y sopló con fuerza. Se preguntaba si era verdad.

Le partía el corazón ver a Jill siempre cansada, con el cabello canela recogido otra vez, sin bañarse, perdiendo peso.

Si estuviera enferma, se lo habría dicho.

Pero no entendía por qué Jill seguía fingiendo ser la chica que conoció en el instituto, la dulce que lo abrazaba cuando más lo necesitaba: por más que trataba de forzar sus sonrisas, él veía que estaba rota. Hacían el amor tres o cuatro veces a la semana, pero ella mantenía su expresión aburrida, como si él fuese incapaz de impresionarla.

La única que se alegraba de verlo era Lauren, que ni siquiera era de su sangre. Pero tampoco se sentía parte de la vida de la niña.

—No quiero que vuelvas a decir que yo te embaracé —le dijo a Jill una noche, antes de quitarse el uniforme nacional—. Lau es tu hija, así que tú eres la única que decidirá sobre ella. Yo no te embaracé, da igual cuánto lo repitas, y los dos lo sabemos. No lo digo para hacerte daño: es la realidad. Y si tienes un poco de decencia, no dejes que Lau te vea en este estado.

Lo decía porque le preocupaba que Jill no comiera ni durmiera, y que llorara todos los días.

Una tarde de prácticas, a finales de verano, cuando ya usaba el polo del uniforme y el sol abrasaba sus brazos, a solas en el coche patrulla, en una calle de Madrid, pasó los dedos por el volante cuarteado, despacio, desde el asiento de copiloto. Su compañero Rómulo se había bajado del coche frente a una cafetería para ordenar un café para Dave.

—Vallejo, pide indicaciones —le había dicho antes.

Dave lo hizo, pero debió entenderlas mal, o no prestar atención al transmisor, porque cuando su compañero le preguntó por el número de la calle, no supo repetirlo.

—Concéntrate, Dave. Si estás tan distraído, deberías quedarte a sacar fotocopias en Comisaría —propuso Rómulo de mala gana—. No puedes trabajar así. Aclara tus ideas.

Manso, Dave pestañeó varias veces y murmuró que no había tomado café. Sabía que Rómulo estaba estresado, por lo que él no empeoraría las cosas. Así que su compañero, girando en una de las avenidas, bajó hasta identificar una cafetería y tiró del freno de mano.

—¿Leche y azúcar está bien?

Dave asintió.

En el silencio del auto policial, echó la cabeza atrás, contra el respaldo, suspiró profundamente y se rindió.

Dejaría de luchar.

Si Jill no quería ayuda, él no la obligaría. No lucharía contra ella. Seguiría haciendo lo correcto por Lauren, pero no levantaría a alguien que se rehusaba a ser levantado.

No cometería los mismos errores que su padre. Él se alejaría para no salir herido, lo que se le daba mejor, y protegería su corazón con la armadura de hierro insondable que construyó cuando era un niño.

Jamás sería como su padre. Ángel sabía comunicarse, tenía paciencia. Él no.

Al final de todo, no había aprendido nada.

𝐃𝐚𝐯𝐞 & 𝐉𝐢𝐥𝐥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora