13. Mi victoria

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El martes, dieciséis de febrero, Dave entró a las ocho y media de la mañana a su primera clase, metido en su anorak verde oscuro, ajustado el gorro de invierno a la cabeza, con la mochila colgando de un solo hombro. Como de costumbre, se sentó junto a Raúl, que ni siquiera estaba repasando.

—¿No has estudiado? —le preguntó.

Raúl negó con la cabeza.

—Siempre suspendo —dijo—. Yael se pasa la noche estudiando y bebiendo café, y solo saca tres. Además, yo soy anti-exámenes.

Dave ya lo sabía. Raúl y la profesora Palau de filosofía dirigieron un debate en clase hacía algunas semanas en el que el chico concluyó que la inteligencia no debería medirse con números.

—Lo único que cuenta en selectividad es un número —protestó—. Deberían hacer exámenes de comprensión, porque una nota en un papel es solo una muestra de tu memoria o de tu capacidad de copiar. No sirve, no...

—Estoy de acuerdo, pero voy a estudiar.

Dave sacó el horrible libro naranja y negro de historia que tanto detestaba y lo abrió al inicio del tema de las cruzadas. No le costaba recordar solo los nombres de los reyes españoles, sino que confundía a los franceses y a los británicos.

El examen fue a tercera hora, aunque el profesor Suárez les concedería parte del recreo de ser necesario. A Dave no le importaba perderse el almuerzo con tal de escribir todo lo que su cerebro retenía.

A las diez y media ya había contestado las preguntas más cortas.

En el silencio sepulcral del aula, observados los alumnos por los pequeños ojos del profesor Suárez, un hombre menudo, políglota y muy inteligente, Dave sentía la pesada atmósfera de estrés.

No quería llorar, pero los ojos empezaban a picarle. Ya visualizaba el seis con tres en la esquina superior del papel, en rotulador rojo, aunque mereciese un ocho, cuando su pierna vibró.

Se le descontroló el pulso.

Su teléfono, siempre en silencio, vibraba solo con llamadas entrantes; lo sentía contra el muslo, inmóvil por lo estrecho del jean, y el pavor se apoderó de él. Trató de mantener la calma e ignorar el zumbido, pero el silencio pesaba tanto que entró en un ataque de nervios.

Incapaz de concentrarse en su examen, soltó el bolígrafo, temblando.

—Perdón, es urgente.

Ya había llamado la atención del profesor y los alumnos, que lo observaron descolgar.

Era Jill, y ella nunca lo llamaba.

—¿Estás bien?

Jill, al otro lado de la línea, también tenía los nervios a flor de piel.

—Se ha adelantado —la escuchó hablar atropelladamente, balbuceando, tan alto que él tuvo que bajar el volumen del móvil para que no lo dejara sordo—. Ya vamos al hospital.

Respiraba como si hubiese corrido una maratón sin detenerse ni un segundo.

Dave ni siquiera lo pensó dos veces.

—Voy para allá.

Colgó, levantándose de su asiento y juntó los papeles de su examen a medio hacer, veinte minutos después de empezarlo.

—Dave, no está permitido...

—Mi esposa va a dar a luz —cortó Dave al maestro, en voz alta; aunque ningún estudiante decía nada, sus miradas lo atravesaban como si fuera de cristal. Raúl, a su lado, reprimía la risa al observarlo, porque estaba orgulloso de él—. Tengo que irme.

𝐃𝐚𝐯𝐞 & 𝐉𝐢𝐥𝐥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora