8. Punto de partida

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Un seis en griego y un siete en lengua castellana y literatura fueron las primeras notas que trajo Dave a casa. La profesora Palau de filosofía dijo que solo haría un examen al final del trimestre, y el de educación física aseguró que las pruebas de condición serían sus calificaciones.

Dave se decepcionó bastante, pues había estudiado hasta la una de la mañana antes de cada examen. Sin embargo, cuando se lo dijo a su padre, Ángel lo felicitó, y Dave lo miró como si no hubiese entendido.

—He sacado un seis —repitió.

—Seis está bien —le dijo—. No te presiones tanto, no necesitas matrícula de honor.

—Te lo prometí.

Su padre se encogió de hombros.

—No importa si sacas seis o diez. Las calificaciones son algo superficial. Saques lo que saques, estoy orgulloso de ti.

No lo consoló mucho, sino que Dave se limitó a hacer una mueca y agarrar los cubiertos para comer.

Cuando se lo contó a Jill por teléfono, tirado boca arriba en su cama, ella también lo felicitó.

—No me imagino estudiar griego —se rio—. Preferiría economía mil veces. Y respecto a los comentarios literarios, puedo corregírtelos si quieres.

A ella le gustaba escribir y a Dave le urgía mejorar sus habilidades de redacción.

—La mejor manera de aprender a escribir es leer —le dijo Jill.

—Detesto leer.

—Lees la Biblia —protestó ella—. Si ese es el único libro que te gusta, léelo todos los días. Aprenderías mucho vocabulario.

Dave no le prometió nada, pero por dentro se recriminó el no haberlo hecho antes. Había leído San Juan dos veces, y los versículos subrayados de su hermana, y para ser honestos, no se aburría.

Así que aquella noche abrió el libro donde había dejado el separador la última vez y, lápiz en mano, decidió señalar lo que creyera importante. No podía negarlo: muchas veces se atascaba en versículos que, por muy sencillos en estructura y significado que pareciesen, no lograba descifrar.

"Le dijo Pilato: ¿Qué es la verdad?"

Dave apretó las páginas contra su pecho. La verdad lo haría libre, lo descubrió a principios de año, pero en ese momento se preguntaba lo mismo.

La verdad era relativa, ¿o no?

El frío de noviembre se filtraba a través de las rendijas de las ventanas y por debajo de la puerta. Su padre llegó a las once de la noche del trabajo y Dave, que solía bajar a recibirlo, se quedó en su cuarto haciendo los comentarios de literatura universal.

A la una menos veinte de la mañana, Ángel ya se había acomodado contra el cabecero de la cama, enfrascado en la conversación del grupo de compañeros de patrulla, cuando escuchó pasos deslizarse por el pasillo.

Allí, bajo el marco, se paraba Dave, en su holgada camiseta negra y pantalones de pijama; tensaba la mandíbula cuadrada sin querer.

—¿Estás bien, campeón?

Dave negó. Pese a que mantuvo sellados los labios, arrastró los pies hasta la cama, y subiéndose, rígido como estatuilla de catedral, se acurrucó contra el hombro de su padre.

Olía el perfume de su padre, el que siempre había usado, pero no le traía buenos recuerdos. Lo trasladaba al día en que se fue, cuando más lo hirió, y aunque ya se lo hubiera perdonado, su corazón pesaba, triste, culpable.

𝐃𝐚𝐯𝐞 & 𝐉𝐢𝐥𝐥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora