38. El lugar al que siempre puedes volver

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—¿Te gusta, papá?

Lauren miró a Dave hasta que lo vio asentir. Parados delante del cuadro ganador, en el pasillo dorado del instituto, cuarta planta, Lauren se había abrazado a la cintura de Dave.

Jill había convencido a Dave de ir ese mismo día a verlo, un jueves antes de las vacaciones de Navidad. Tras recoger el boletín de calificaciones de Lauren de su aula, subieron a la galería de arte que permanecería hasta el regreso a clases en enero.

Enmarcado, el cuadro más grande que Lauren hubiese pintado hasta entonces retrataba a su familia: su padre, entre las dos mujeres que más amaba, vestía el uniforme que traía puesto ese día, pero alas heridas se desplegaban de su espalda, envolviéndolas a ellas. Pintó a su madre a la derecha de Dave; ella, a su izquierda. Detrás del rostro sonriente de su padre, las partes de atrás de una docena de flechas asomaban, clavadas entre sus omóplatos.

A Dave se le olvidó respirar.

—Realmente tienes talento.

—Le he mandado una foto a mi pa.

Lauren descansó la cabeza en su clavícula y Dave le frotó el hombro. Se le atragantaban las palabras en el esófago cuando veía que Lauren había desarrollado todas las habilidades que a él le faltaban.

—Le encantará.

Sus miradas se cruzaron.

Y al instante, antes de que Dave pudiera siquiera despegar los labios para decirle que estaba orgulloso de ella, la cabeza de Lauren se estampó contra su pecho. Por inercia, Dave acarició su cabello, desde la coronilla a la espalda, porque la muchacha se había abrazado a su cuello.

—Papá...

Había leído libros y visto películas sobre padrastros, y había escuchado a sus amigas criticar a los novios de sus madres.

Pero el hombre que estaba abrazando llevaba dieciséis años enamorado locamente de su madre; jamás la había manoseado ni criticado su forma de vestir; la arropaba cuando tenía frío, le regalaba flores, le daba medicina si se enfermaba, le advertía sobre los chicos y le besaba la frente como había supuesto que todos los padres hacían.

Nunca habría sospechado que no era su hija.

—Perdóname, papá. Por todo, yo...

Dave negó con la cabeza.

—No te disculpes, muñeca. Está todo bien.

Las manos de Lauren recorrieron la camisa del uniforme de Dave hasta agarrarse a sus omoplatos. Alcanzaba a aspirar su aroma náutico, el que la recibía igual que en casa. Un grueso nudo se tensó en la garganta de él, que frotó la espalda de Lauren; sentía la mejilla de la chica presionada contra la suya.

—He creado malos recuerdos para todos —la oyó murmurar— cuando tú eres el mejor padre del mundo.

Entonces Dave se apartó de ella ligeramente, tomando su rostro entre las manos, para quitarle el cabello castaño de la cara. Vio los ojos vidriosos de Lauren y se le resquebrajó el corazón. Había llorado demasiado desde la última conversación.

—No creo, koala.

Lauren jugaba a arrugar los hombros de su uniforme, sin valor de mirarlo a la cara.

—Para mí sí. Yo no te cambiaría por nadie. Te quiero, papá. De verdad.

No lo miraba, no podía. Vio de reojo a Dave desinflar el pecho; creyó que le diría algo consolador, pero él se inclinó y, posando los labios húmedos contra su frente, la besó.

—Yo también te quiero, hija.

Mientras bajaban la escalera, Lauren empezó a hablar sobre las otras obras de arte de la galería y las vacaciones de Navidad. Tras contemplar la obra de Lauren, Jill había bajado a la sala de profesores en busca de un café que mantuviese con vida a Dave hasta la hora de la comida.

𝐃𝐚𝐯𝐞 & 𝐉𝐢𝐥𝐥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora