36. La separación

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Los minutos se acumulaban. De veinte a treinta, y de treinta a cuarenta y cinco.

Lauren sollozaba, abrazada a sus rodillas, en su cama, pegada la espalda a las almohadas, en la soledad de su habitación. Quizás hubiese sido mejor no haberlo sabido nunca, haber vivido felizmente en la idea errónea de que sus padres fueron la pareja perfecta del instituto.

Se sorbió la nariz.

Gimoteaba, asfixiada, porque el corazón le dolía.

—Lau, ¿podemos hablar?

Su madre había tocado a la puerta.

Lauren se apretó las rodillas. Se odiaba.

—Quiero estar sola —hipó.

—No quiero que te quedes con la idea equivocada, mi amor.

—No lo haré.

Sus hombros se sacudieron por la fuerza de su llanto. Por más que trataba de limpiarse las mejillas, las lágrimas no dejaban de brotar.

—Quiero saber qué sientes.

—Nada, mamá —masculló, desgarrada—. No siento nada.

—Hija, déjame ayudarte —dijo por fin Jill—. No puedo entenderte si no te expresas. Sé que tienes preguntas, corazón. Te las contestaré todas.

Silencio. Un minuto, dos.

Solo los sorbidos y jadeos de Lauren mientras la niña se secaba la cara con las manos mojadas. Al cabo de unos larguísimos segundos intentando controlar su llanto, Lauren le permitió pasar. Por tanto, Jill abrió la puerta.

Lauren la miró de arriba abajo conforme se acercaba a la cama, buscando la fortaleza con que se había sobrepuesto de todos los rotos. Ella no habría aceptado ese futuro arruinado.

El colchón se hundió bajo el peso de Jill, a su lado. Se miraron a los ojos unos segundos, quietas, como si el mínimo sonido fuese a romper la armonía entre ellas. Hilos las conectaban entre rascacielos y puentes de emociones.

—¿Por qué te hicieron eso? —preguntó a media voz; bajó la vista hacia sus dedos; se mordía el cuero de la piel para calmar la ansiedad, pero no funcionaba.

Jill ni siquiera se inmutó.

—Porque tenían problemas mentales.

—Esa es la excusa de todos.

—Álvaro tiene rasgos de psicopatía, Lau. No puede sentir culpa, ni empatía: no las desarrolló en su infancia. Y por lo que Dave me ha contado, le encantaba la pornografía sádica. ¿De qué otra manera se podía esperar que actuase?

Lauren la contempló horrorizada.

—Pero... ¿por qué a ti?

—Dave dice que yo le gustaba, pero yo creo que lo hizo porque Dave me quería.

La muchacha no respiraba. No había esperado que le incomodase tanto que lo llamase por su nombre en lugar de papá.

—¿Por eso no me dejáis ir en metro?

—Tal vez hemos exagerado —confesó Jill en voz baja—, pero creímos que era lo mejor. Siento que nuestras heridas te hayan afectado. No fue nuestra intención.

Lauren giró un poco el cuerpo para agarrar su mullido peluche en forma de koala y estrujarlo entre sus brazos. Su padre se lo había regalado hacía años, pues decía que se parecía a ella.

—La madre de Dave se quitó la vida —procedió a explicarle antes de que la niña preguntara; el jersey verde de Dave le quedaba grande a Jill—. Se casó con un hombre que la agredía a ella y a tu papá, y no lo soportó. La hermana de Dave se llamaba Cristina, pero su historia ya la sabes. La cicatriz que tiene tu padre en el brazo izquierdo fue un intento de suicidio. Las del pecho y el hombro se deben a que se autolesionaba cuando tenía dieciséis años; cuando te pide que le dibujes, es para resistir las ganas de cortarse.

𝐃𝐚𝐯𝐞 & 𝐉𝐢𝐥𝐥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora