28. Porque no saben lo que hacen

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—Tienes que hablar con Lauren.

—¿Qué le pasa ahora?

—Dice que es fea.

Dave bufó.

Un trueno rasgó el cielo en dos y la lluvia azotó la ventana de la sala. Salpicaba con la fuerza del granizo.

Eran las once de una fría noche de octubre, regresaba de un intenso turno y le escocían los brazos. Había arrastrado hasta el coche patrulla a dos hombres que apenas se tenían en pie a causa de las altas dosis de alcohol ingeridas: se enzarzaron en una pelea en un bar y la policía tuvieron que intervenir. Lo habían golpeado sin querer en la barbilla.

Lo último que le apetecía era discutir con su hija.

—¿Desde cuándo piensa eso?

—Desde que se junta con sus amigas. Me ha dicho que quiere ir en metro al instituto y no entiende por qué no es seguro.

—Ahora hablo con ella.

Su estómago rugía, salvaje, y le dolían los pies como si hubiese atravesado el mismo infierno.

Se quitó la gorra y el chaquetón policial, que apestaba a sudor mezclado con colonia náutica, enrolló el cinturón y lo dejó sobre la mesa, antes de desplomarse en el sofá, adolorido, de espaldas a la ventana. Justo en ese momento, Lauren se paró entre las jambas de la puerta, cruzada de brazos y con sus diminutos pantalones de pijama revelando los gruesos muslos.

—Todas mis amigas van en metro. ¿Por qué yo no?

—Siéntate, muñeca.

Había palmeado la plaza del sofá junto a él y la muchacha, sin más remedio, obedeció.

A sus once años de edad, el cabello castaño claro le caía ondulado a los lados del rostro, pues usaba la raya en medio de la cabeza. Aunque amaba el deporte, se había quejado últimamente de que odiaba sus caderas porque no conseguía adelgazarlas.

Se le estaba desarrollando el cuerpo y ni Dave ni Jill sabían cómo hacerla sentir más cómoda.

Hacía un par de meses, Jill llamó a Dave desde la consulta donde trabajaba.

—Me han llamado del colegio de Lauren —le dijo, nerviosa—. Le ha bajado. ¿Puedes pasar por ella y llevarla a casa?

—Estoy de patrulla.

Hubo una breve pausa.

—Haz que parezca una película, entonces.

Así que Dave prendió las luces rojas y azules, encendió la sirena de urgencia y se saltó el límite de velocidad con tal de llegar lo antes posible a la escuela de Lauren.

Jill le había avisado que aquel momento ocurriría, pero Dave no estaba preparado. No tenía ni idea de cómo Lauren se sentiría, o reaccionaría, ni qué le diría él.

Aparcó ante el colegio con algo de brusquedad y salió del coche a toda velocidad, hasta subir las escaleras hacia Jefatura de Estudios como si hubiese ocurrido un accidente. En la sala de espera, su hija lloraba.

Cuando se puso de pie, Dave vio su falda del uniforme manchada y los hilos de sangre corriendo por sus piernas hacia los tobillos. La maestra ni siquiera la había acompañado al baño a limpiarla. Y él deseó que lo mataran.

—Vámonos, princesa.

Se quitó el chaquetón policial para colocárselo a Lauren sobre la rebeca del uniforme y así cubrir la sangre en la falda. La mantuvo pegada a su costado todo el camino de regreso a la unidad: le permitió subirse a los asientos traseros, ya desgastados. Su compañero Ulises no dijo nada en todo el viaje, porque Lauren lloraba.

𝐃𝐚𝐯𝐞 & 𝐉𝐢𝐥𝐥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora