18. La niña de mis sueños

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El trece de julio, cumpleaños de Cristina, Dave pisó la Alhambra por primera vez en su honor. No le hacía ni la mitad de ilusión que a su hermana, ni a su padre tampoco, principalmente porque estaba llena de turistas y el infernal calor de julio les calcinaba la piel.

—Lo que importa es que has cumplido lo que nos habías prometido —dijo al final Dave, parado bajo el arco festoneado, entre dos columnas nazaríes.

Veía la fuente de los doce leones y, para ser honesto, no le impresionaba ni un poco. De hecho, le llamó más atención la triple arquería mozárabe que los supuestos leones. Sin embargo, a los suecos, alemanes y taiwaneses repartidos por el patio que tomaban fotos como si la estatua fuese a moverse en cualquier momento, parecía enloquecerles.

Dave hundió las manos en los bolsillos del jogger negro.

—Debe estar orgullosa de mí.

De haber sido otro momento, tal vez de noche, se habría derrumbado en mil pedazos; de nada le servía estar en aquel lujoso palacio árabe si la princesa le faltaba.

La mano de su padre le acarició la espalda y Dave recuperó la compostura.

—Siempre lo ha estado.

Dave tensó la mandíbula. No era cierto: él nunca se dejó ayudar, ni nunca Cristina le sonrió con orgullo. La noche anterior, había soñado con ella, pero no se lo dijo a su padre: el espectro de Cristina se había parado delante de él en el patio de recreo, en una sudadera roja y jeans desteñidos, y lo único que él le dijo fue:

—Siento cómo fui.

No supo qué cara puso ella, porque el lacio cabello le tapaba la cara. Luego se despertó.

En el ferry de regreso, Dave se acurrucó en su cama, en la oscuridad del camarote, mientras su padre dormía. Debía de ser medianoche, pero el balanceo le impedía conciliar el sueño, de modo que abrió el libro blanco de letras doradas de su hermana.

Era tan aburrido que serviría de somnífero.

Dave jugaba a doblar la esquina de la frágil página, tan delgada que podría cortarle el dedo y causarle la peor hemorragia. Plegó las rodillas para acercarse el libro al pecho.

No era buena persona, había cometido errores y sus maldades eran más que sus buenas obras, pero su padre le había perdonado cada uno de ellos. Cuando él lo abrazaba, se sentía limpio.

Volteó hacia su padre. No habían corrido del todo la gruesa cortina de la pequeña ventana, por lo que un haz de luz azulada alcanzaba la cama de Ángel. Al observarlo dormir, boca abajo, girado el rostro hacia Dave, se le regulaban los latidos.

El oleaje los balanceaba.

Vio sus fuertes brazos sobre la almohada, su cabello rubio revuelto sobre la frente, pues le había crecido, tapándole la marca hendida de algún golpe durante una intervención, y se le llenaron los ojos de lágrimas.

El día que se fuera a Madrid, ya no podría meterse a su cuarto cuando no lograra dormirse, ni lo tendría para escaparse en coche y hablar de todo y de nada. Lo necesitaba porque su padre era la única persona que podía hacerle de nuevo.

No. Dave sacudió la cabeza. Él no podía volverse religioso, él todavía se tenía a sí mismo. Aunque eso no le hubiese llevado demasiado lejos.

Avanzó varias hojas hacia su evangelio favorito, el único que entendía, y leyó por encima las palabras hasta dar con su versículo favorito.

"Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá."

—¿Dave?

𝐃𝐚𝐯𝐞 & 𝐉𝐢𝐥𝐥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora