10. Un futuro para dos

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—El lunes no voy a venir —le avisó Dave a Raúl el viernes, a la salida, hundidas las manos en los bolsillos de su holgada chaqueta negra de mangas mostazas. Los débiles rayos del sol lo obligaban a entrecerrar los ojos castaños—. ¿Me mandas la tarea que dejen?

Raúl afirmó con la cabeza.

—¿Te vas de viaje?

Dave sacudió la cabeza, sin reprimir la sonrisa.

—Me caso.

Vio las cejas de Raúl alzarse, inquisitivas; sus ojos verdes, contra la luz del sol, lucían tan claros que contrastaban con lo bronceado de su piel. Lo escaneó de arriba abajo, y a continuación, hizo una mueca de extrañeza.

—¿Ya tienes dieciocho? —preguntó.

—No, pero nuestros padres van a dar el consentimiento.

—¿Sois menores? —repitió—. ¿Y por qué te vas a casar ya?

Dave se encogió de hombros.

—Porque es la chica perfecta.

Estupefacto, Raúl parpadeó varias veces. No solo pensaba que era extremadamente joven, sino que era una decisión demasiado pesada como para tomarla tan pronto.

—¿Es costumbre de vosotros los cristianos?

Dave se rio.

—No, somos la excepción.

—¿Y no me has invitado a la boda?

—Es por el civil —explicó con su media sonrisa— y ya tenemos a los dos testigos. Son amigos de mi padre.

Por primera vez en meses se sentía ilusionado, y no porque fuese a firmar un papel con la chica de la que se había enamorado, sino porque se moría por darle todo en la vida. Quizá se estaba apresurando, quizá debía esperar más; lo único que deseaba era no arrepentirse.

Nunca supo cómo se las ingeniaron los amigos de su padre para acompañarlo el lunes al Registro Civil. Ángel, que tuvo día libre, a las diez lo llevó en coche al ayuntamiento.

Dave, remangada la camisa blanca a la mitad del antebrazo, se mordió el pellejo alrededor de la uña de su dedo índice todo el trayecto. Veía el cielo nublado por la ventanilla, y los edificios sucederse ante sus ojos, y se preguntaba por qué su corazón latía acelerado, rítmico, como si el tren de su destino lo esperase en la central. No era una gran ciudad, ni nada en las calles había cambiado, pero dentro de sí, algo le recordaba que estaba a punto de mirar al futuro a la cara.

No era más sabio, ni más maduro que antes. Ahora simplemente quería creer que caminaría el resto de sus días con su princesa al lado, y de ahí en adelante, sería su historia la que contarían.

Urías Garrido y Natalia Carreón llegaron uniformados en el furgón de la UIP, antes que Jill o sus padres. Dave no los conocía tan bien como hubiese deseado, porque apenas tenían días libres ni su padre hablaba mucho de ellos.

No se detuvo a escuchar la conversación entre ellos y su padre: buscaba con la mirada a Jill, o el coche de sus padres, cerca del ayuntamiento o en la plaza frente al edificio.

Sin embargo, la mano de su padre en el hombro lo guió hacia la entrada del ayuntamiento, y después del chequeo, subieron la amplia escalera, cubierta por la alfombra de color tinto, al piso superior. Dave solo había estado una vez en aquel edificio modernista, con sus decoraciones doradas, alfombras rojas y tapices en las paredes, alternadas con retratos de la realeza y del arquitecto Nieto: una visita obligada del colegio. En uno de esos amplios cuartos, de altos techos y paredes de oscuro ébano, tendría lugar la firma.

𝐃𝐚𝐯𝐞 & 𝐉𝐢𝐥𝐥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora