26. Cueste lo que cueste

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Sacó el teléfono y le preguntó a Jill si se le antojaba cenar pizza. Ella, incorporándose en la cama con el ceño fruncido, replicó que ya había preparado la cena.

—Mañana lo comemos. He terminado mi formación.

—¿Eso significa que te quedas?

—Tengo dos semanas de descanso, hasta que me avisen dónde empezaré a trabajar.

Jill pestañeó, desconcertada. Mientras lo asimilaba, Dave encargó dos pizzas a domicilio. Hacía demasiado tiempo que no comían pizza.

—Mandaremos a Lau a dormir temprano para que tengamos un tiempo nosotros, ¿está bien?

Aunque costara, le hablaba con gentileza y Jill, que no lograba entender qué ocurría, asintió. Vio a Dave quitarse el chaleco y el jersey del uniforme, y entrar al baño.

Aprovechó, por tanto, ese espacio de tiempo para ponerse de pie, deshaciendo el recogido de su cabeza, y agarrar el chaquetón policial de Dave. Olía a su colonia náutica.

Lo siguió a la cocina, echado el abrigo sobre sus hombros, una vez él salió del baño con su jersey rojo y los joggers negros que se le ajustaban a los muslos, en calcetines.

Tal y como prometió, cenaron pizza por primera vez en muchos meses; luego Dave le explicó a Lauren, que se colgaba de su cuello en cuanto lograba ponerse de pie en el asiento, que tendría una cita con su madre y debía irse a dormir.

—Pero te contaré una historia. —Tras despegarse a Lauren de la garganta y sentarla en sus piernas, Dave elevó los salvajes ojos castaños hacia Jill, que dejó de respirar. Con el cabello despeinado y la mandíbula afeitada, se veía más atractivo que nunca—. ¿Te gustaría venir?

Jill parpadeó.

Dave siempre reservaba ese tiempo de historias para Lauren y él. No obstante, asintió.

El chico ayudó a Lauren a lavarse los dientes y luego la cargó sobre los hombros hasta su cuarto; agarró la Biblia ilustrada que tanto fascinaba a la niña y, acomodado en el mueble rosado de cojines y peluches, sentó a Lauren sobre su muslo y abrió el libro.

Jill, a los pies del mueble, lo contempló relatarle la expulsión del Edén.

El movimiento de sus labios al hablar la embelesaba, su cabello castaño revuelto la hipnotizaba. Hacía tiempo que no se detenía sobre él de aquella manera, sino que despreciaba su presencia.

Pero ahora que admiraba las venas que sobresalían de sus antebrazos, hasta el anillo matrimonial y sus uñas cortas y limpias, bajando por sus piernas como columnas de mármol, y escuchaba su voz, algo la trasladaba años atrás, al día que lo vio por primera vez en el patio de recreo, con su gorro de invierno y su ropa ancha, y pensó que era el chico más guapo de toda la ciudad.

Ya no quedaba rastro de ese chico problemático, repetidor y agresivo, sin sueños ni aspiraciones.

Ese chico se había enamorado y ahora le leía historias a su hija.

—¿Por qué le lees la Biblia? —le preguntó más tarde, cuando hubieron acostado a Lauren.

Dave cerró la puerta del dormitorio de la niña con cuidado; después, miró a Jill.

Sus ojos grises, cansados, seguían brillando con la misma intensidad que aquel día de verano hacía tanto tiempo. Cuando ella se ponía su ropa, fuera un pijama o su chaquetón azul oscuro de la policía, él sentía fuego consumirle el estómago.

Ella lo cuidó en el hospital, le explicó matemáticas, le llevó comida a su propia casa. Jill era la chica más valiente que conocía y rara vez se lo decía.

𝐃𝐚𝐯𝐞 & 𝐉𝐢𝐥𝐥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora