32. Parte de la sociedad

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—Lau, me vas a explicar de dónde has sacado este dinero antes de que llegue tu madre o...

—¡Si voy a explicárselo a alguien, será a ella, que necesito que haga algo con mi nariz! ¿La has visto? ¡Está torcida!

—No, nena, no lo veo.

Lauren chistó, cruzándose de brazos.

Estaban parados en la sala de estar: Dave, uniformado; ella, en shorts de deporte tan cortos que dejaban a la vista sus largas y atléticas piernas, y una camiseta blanca que se había anudado en la cintura.

Habían llegado de la escuela hacía un buen rato, por lo que Lauren tuvo tiempo de cambiarse para practicar voleibol; soltó la mochila contra la puerta de la sala y se metió al baño a revisarse el cabello.

Apenas se había cambiado cuando Dave la llamó.

Los ojos de la muchacha de catorce años se estaban aguando, pero no rompería a llorar delante de él. Debió haber recordado que su padre era experto en registrar mochilas.

—Dime la verdad. ¿Lo has robado?

—¡No, no soy una ladrona para consuelo de mi padre policía! ¡Ese dinero es mío, lo estoy ahorrando!

—¿En tu mochila? —Escéptico, Dave arqueó las cejas—. ¿Y para qué? ¿No te parece sospechoso?

—¡Déjame en paz! —gritó de repente Lauren; había dado un fuerte pisotón en el suelo, mirándolo a los ojos, y las lágrimas se desbordaron sin permiso por sus mejillas—. ¿Por qué tienes que meterte en mis cosas si yo nunca me meto en las tuyas?

—No me vuelvas a hablar así, Lauren.

Lauren sollozó.

El tono de Dave había pasado a ser grave y lento, así que ella supo al instante que se cernía sobre ella la charla del siglo.

Con la cabeza, Dave señaló el sofá y a la muchacha no le quedó más remedio que encaminarse al mismo como sentenciada a muerte.

Las lágrimas gotearon sobre sus rodillas desnudas.

Dave suspiró. Se quitó el cinturón y al gorra, y los dejó sobre la mesa antes de acomodarse en el otro sofá; apoyando los codos sobre las rodillas, entrelazó las manos.

—Más vale que ahora mismo dejes de hacer berrinche y me expliques qué pasa para ayudarte. Tienes catorce años: verbaliza como tal.

La escuchó resollar. Le partía el corazón ver a su niña llorar, cabizbaja y temblorosa cual hoja, pero cuando tenía hambre, se irritaba y le costaba separar las cosas.

Jill llegaría tarde, pues había realizado una visita esporádica a una de sus pacientes de consulta, y la comida estaba hecha en la cocina. Desde que trabajaba desde casa, recibía llamadas todos los días, ya fuera para una consulta telefónica o a domicilio.

—No te atrevas a mentirme.

Lauren respiró con fuerza por la boca; sus dientes vibraron. Fijaba la mirada en la pistola que su padre había sacado del estuche, sobre la mesa.

—Te vas a enfadar.

Cerró los ojos con fuerza y, al refugiar la frente en sus nudillos, el cabello castaño cayó sobre su cara, cubriéndosela.

—No, si no es malo —repuso Dave—. Solo quiero asegurarme que no estás metida en asuntos raros. Ahí tienes mi sueldo de un mes, Lau. Si necesitas dinero, pídenoslo.

—Llevo ahorrando dos años —enfatizó, elevando sus brillantes ojos verdes hacia Dave— de lo que me dais los fines de semana, de la limpieza...

—¿Para qué?

𝐃𝐚𝐯𝐞 & 𝐉𝐢𝐥𝐥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora