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ANDUVIERON DURANTE una hora, siguiendo la vía del tren pero siguiendo cubiertos por los árboles

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ANDUVIERON DURANTE una hora, siguiendo la vía del tren pero siguiendo cubiertos por los árboles. Una vez oyeron a un helicóptero volando en la dirección de la vía del tren. Dos veces escucharon el graznido de los grifos, pero sonaban muy lejos.

Debía ser media noche cuando el sol se puso finalmente. Los bosques se volvieron fríos. Las estrellas eran tan brillantes, pero lo que ninguno de los tres había dicho abiertamente, es que Ginevra seguía irradiando un aura de luz dorada desde que dejaron los grifos. Esa era la bendición de Apolo, que servía como linterna.

—Osos—señaló Hazel. Sí, eran una pareja de osos marrones avanzaban pesadamente por la ciénaga a unos metros, con sus pieles brillando a la luz de las estrellas—. No nos molestarán—prometió Hazel—. Dejémosles pasar.

Nadie le discutió. Mientras caminaban por delante de ellos, las criaturas miraron un momento a la brillante Ginny, quien con una sonrisa e inclinación, les ordenó suavemente "Vayan a casa".

Los cuatro habían quedado enmudecidos por la gran Alaska. Podía saber por qué aquél lugar era la tierra más allá de los dioses. Todo allí era duro y sin domar: no habían reglas, ni profecías, ni destinos, solo el áspero páramo con un puñado de animales y monstruos. Los mortales y los semidioses iban allí bajo su propia responsabilidad.

Tras otro par de horas, llegaron a un pequeño pueblo entre las vías del tren y una carretera de dos vías. El cartel del pueblo decía: Paso de Alces. De pie frente al cartel había un alce real. Entonces el animal se metió en los bosques.
Pasaron un par de casas, una oficina de correos y unos camiones. Todo estaba oscuro y cerrado. Al otro lado de la ciudad había una tienda y una mesa de picnic y una vieja gasolinera oxidada.
La tienda tenía un cartel pintado a mano que leía: "Gasolinera de Paso de Alces".

—Eso tiene que estar mal—dijo Frank.
En un acuerdo silencioso se desplomaron alrededor de la mesa de picnic. Los pies de Percy parecían bloques de hielo. Hazel apoyó su cabeza en sus manos, cerró los ojos y comenzó a roncar. Frank sacó sus últimos refrescos y algunas barritas de cereales del viaje en tren y las compartió con los chicos. Comieron en silencio, mirando las estrellas, hasta que Frank dijo:
—¿Qué querías decir con lo que dijiste antes?

Percy miró el paisaje.
—¿Sobre qué?

—Sobre... lo de estar orgulloso de estar emparentados.

Percy dejó su barrita de cereales en la mesa.
—Bueno, veamos. Tú sólo dejaste fuera de combate a tres basiliscos mientras estaba bebiendo té verde y germen de trigo. Te enfrentaste a un ejército de lestrigones para que nuestro avión pudiera despegar de Vancouver. Salvaste mi vida de ser comido por unos grifos. Y sacrificaste tu última carga de tu lanza mágica para ayudar a unos mortales indefensos. Tú eres, sinceramente, el hijo del dios de la guerra más simpático que he conocido nunca, quizá el único simpático. ¿Qué me dices?

PRESSURE - leo valdezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora