Furia:

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No tardé mucho en recoger mis cosas. Los cuernos del Minotauro se quedaban en la cabaña, todo lo demás venía conmigo, (solamente una muda de ropa y mi cepillo de dientes).

En la tienda del campamento me prestaron cien dólares y veinte dracmas de oro. Estas monedas, del tamaño de galletas de aperitivo, representaban las imágenes de varios dioses griegos en una cara y el edificio Empire State en la otra. Los antiguos dracmas que usaban los mortales eran de plata, pero los Olímpicos sólo utilizaban oro puro.

Quirón nos dijo que las monedas podían resultar de utilidad para las transacciones no mortales, fueran lo que fuesen. Nos dio a Annabeth y a mí una cantimplora de néctar a cada uno y una bolsa con cierre hermético llena de trocitos de ambrosía, para ser usada sólo en caso de emergencia, si estábamos gravemente heridos. Era comida de los dioses, nos recordó Quirón. Nos Sanabria prácticamente cualquier herida, pero era legal para los mortales. Un consumo excesivo nos produciría fiebre. Una sobredosis nos consumiría, literalmente.

Eso me hacía todo el sentido del mundo, tenía visiones bastante reales sobre cómo era ser consumido vivo por la ambrosía, y prefería que no se hicieran realidad.

Annabeth trajo su gorra mágica de los Yankees, que al parecer había sido regalo de su madre cuando cumplió doce años. Llevaba un libro de arquitectura clásica escrito en griego antiguo para leer cuando se aburriera, y un largo cuchillo de bronce, oculto en la manga de la camisa.

Eso... si bien podría ser útil, me ponía los pelos de punta. Creo que ya he mencionado que padezco de un odio irracional a los cuchillos, en especial si están ocultos.

Por su parte, Grover llevaba sus pies falsos y pantalones holgados para pasar por humano. Iba tocado con una gorra verde tipo rasta, porque si se le mojaba el cabello se le podía ver la punta de los cuernecillos. Su mochila estaba llena de manzanas y latas de metal. En el bolsillo llevaba una flauta de junco que su padre cabra le había hecho, aunque sólo se sabía dos canciones.

Mientras nos despedíamos del resto de campistas, oí a Malcom Pace, hijo de Atenea, decirle a Annabeth:

—Buena suerte, sepan los dioses cuánto tiempo llevas esperando esto—le dio una palmadita en el hombro.

—Alguien tiene que evitar que Percy meta la pata—le respondió Annabeth.

Malcom le sonrió.

—Bien dicho, no importa cuanta fuerza tenga sí le falta cerebro...

Una Clarisse salvaje apareció en la hierba alta y tomó a Malcom por la cabeza mientras le daba un coscorrón.

—No creas que es como tú, idiota—le dijo—. Tu cabeza está llena de intrigas.

Sonreí.

—Voy a querer la revancha por lo ayer, La Rue—le advertí.

Ella sonrió con crueldad.

—En tus sueños, Jackson, volverás a morder el polvo.






Quirón nos esperaba sentado en su silla de ruedas al lado del pino de Thalia. Junto a él estaba el tipo con pinta de surfista que había visto durante mi tiempo en la enfermería. Según me dijo Grover se trataba del jefe de seguridad del campamento. Al parecer tenía ojos en todo el cuerpo, así que era prácticamente imposible sorprenderlo.

—Éste es Argos—me dijo Quirón—. Los llevará a la ciudad y... bueno, les echará un ojo.

Oí pasos detrás de nosotros.

El Éxodo de HérculesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora