El Mar de los Monstruos:

992 122 22
                                    


Aquella tarde fue una de las más felices que había pasado en el campamento, lo cual quizá sirva para demostrar que nunca puedes saber cuándo todo tu mundo se va a desmoronar a pedazos.

Grover anunció que pasaría el resto del verano con nosotros antes de reanudar la búsqueda de Pan. Tan impresionados tenía a sus jefes del Consejo de los Sabios Ungulados, por no haberse dejado matar y por haber allanado el camino de los futuros buscadores, que le concedieron un permiso de dos meses y un juego nuevo de flautas de junco.

Me dijo que, ahora que estábamos frente a frente, podía disolver la conexión por empatía que había establecido entre nosotros, pero yo le contesté que, por mí, podía mantenerla. Él dejó su flauta y me miró a los ojos.

—¡Si me meto otra vez en problemas correrás peligro, Percy! ¡Podrías morir!

—Si te metes en problemas otra vez, prefiero saberlo. Y saldré de nuevo en tu ayuda, hombre cabra. No podría hacer otra cosa.

Al final, accedió a no romper el vínculo, y eso me sirvió más delante, su silenciosa pero existente presencia en mi mente me ayudó a no sentirme completamente sólo, pero ya llegaremos a eso.







Más tarde, durante la clase de tiro con arco, Quirón me llevó aparte y sacó de su carcaj un teléfono móvil y me lo dio.

—Es hora de que llames a tu madre.

—Oh, mierda...

Lo peor fue el principio: "Percy Jackson... En qué estabas pensando... ¿Te haces una idea de lo preocupada...? Una misión peligrosísima... Aquí muerta de miedo..." Toda esa parte.

Pero finalmente hizo una pausa para tomar aliento y dijo:

—¡Oh, Percy, cómo me alegro de que estés a salvo!

Esa es mi madre, señoras y señores, no consigue estar enojada mucho tiempo; lo intenta, pero es evidente que no lo lleva en la sangre.

—Lo siento, mamá—le dije—. No volveré a darte más sustos.

—No se te ocurra prometérmelo, Percy. Sabes bien que esto no ha hecho más que empezar.

Hizo lo posible por decirlo en plan informal, pero me di cuenta de que estaba asustada. Me habría gustado decirle algo para que se sintiera mejor, pero sabía que ella tenía razón. Siendo un mestizo, no pararía de darle sustos a cada cosa que hiciera. Y a medida que creciese, los peligros serían todavía mayores.

—Iré a casa en unos días—le propuse.

—No, no. Quédate en el campamento. Entrénate. Haz lo que tengas que hacer. Pero ¿vendrás a casa para el próximo curso?

—No... no estoy seguro—murmuré—. Con lo feas que se están poniendo las cosas... quizá deba quedarme por aquí... al menos hasta navidad.

—Sí... lo entiendo—murmuró—. Tú sólo... asegúrate de avisarme cuando tomes la decisión.

—Claro, lo prometo.







En cuanto a Tyson, los campistas lo trataban como a un héroe. A mí me habría encantado tenerlo siempre como compañero de cabaña, pero aquella tarde, cuando nos sentamos en una duna desde la que se dominaba Long Island Sound, me dijo algo que me tomó desprevenido:

El Éxodo de HérculesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora