Doce Desastres y Pecados:

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Volar ya era de por sí bastante malo para un hijo de Poseidón. Pero volar directamente al palacio de Zeus entre truenos y relámpagos era aún peor.

Volamos en círculo sobre el centro de Manhattan, trazando una órbita alrededor del monte Olimpo. Incluso si ya había estado allí una vez en el pasado, la vista aérea del lugar era tan majestuosa que me hizo perder el aliento.

En la penumbra del alba, las antorchas y hogueras hacían que los palacios construidos en la ladera reluciesen con veinte colores distintos, desde el rojo sangre hasta el índigo. Por lo visto, en el Olimpo nadie dormía nunca. Las tortuosas callejuelas se vecina atestadas de dioses, de espíritus de la naturaleza y demás criaturas sobrenaturales que Ivan y venían, unos caminando y otros conduciendo carros o llevados en sillas de mano por un par de cíclopes. El invierno no parecía existir allí. Percibí la fragancia de los jardines, inundados de jazmines, rosas y otras flores incluso más delicadas que no sabría nombrar. Desde muchas ventanas se derramaba el suave sonido de las liras y de las flautas de junco.

En la cima de la montaña se levantaba el mayor palacio de todos: la respaldeciente morada de ls dioses.

Nuestros pegasos nos dejaron en el patio delantero, frente a unas enormes puertas de plata. Antes de que se me ocurriese llamar, las puertas se abrieron por sí solas.

"Buena suerte, jefe"—me dijo Blackjack.

—Sí.—No sabía por qué, pero tenía un presentimiento funesto. Nunca había visto a todos los dioses juntos. Sabía que cualquiera de ellos podía pulverizarme con un pensamiento, y realmente no quería darles motivos para hacerlo.

"Oiga, si no volviera, ¿puedo quedarme con su cabaña como establo?"

Miré al pegaso.

"Sólo era una idea"—añadió—. "Perdón"

Blackjack y sus amigos salieron volando. Durante un minuto, Thalia, Annabeth y yo permanecimos inmóviles, mirando el palacio, tal como habíamos permanecido los tres frente a Westover Hall al principio de aquella aventura (parecía que hiciera un millón de años).

Luego avanzamos juntos hacia la sala del trono.







Doce grandes tronos formaban una U alrededor de la hoguera central, igual que las cabañas en el campamento. En el techo relucían todas las constelaciones, incluso la más reciente: Zoë la cazadora, avanzando por los cielos con su arco.

Al verla, sentí una extraña sensación en mi interior, algo que no sabría cómo describir. En mi mente flasheó una extraña imagen, era un profundo espacio completamente negro, iluminado únicamente por una puerta hecha de luz pura de un reluciente color blanco.

Ante aquella entrada, se encontraba Zoë, quien volvió la cabeza por un segundo para mirarme, y sin decir una sola palabra cruzó el umbral.

Parpadeé y regresé a la realidad, notando un extrañamente reconfortante calor en mi interior.

Tenía muchísimas dudas acerca de aquello que había ocurrido durante mi despedida con la cazadora, ese extraño brillo plateado sobre mi marca había sido el inicio de una descarga de poder de la que nadie más pareció percatarse. No lo entendía.

Todos los asientos se hallaban ocupados. Los dioses y diosas medían unos cuatro metros de altura. Y te aseguro una cosa: si alguna vez vieses a una docena de seres alteradores de la realidad e imponentes volviendo sus ojos hacia ti... Bueno, en ese caso, enfrentarte a una pandilla de monstruos te parecería un picnic.

El Éxodo de HérculesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora