La bendición del Salvaje:

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Habíamos llegado a los alrededores de una población de esquí enclavada entre las montañas. El cartel rezaba "Bienvenido a Cloudcroft, Nuevo México". El aire era frío y estaba algo enrarecido. Los tejados estaban todos blancos y se veían montones de nieve sucia apilados en los márgenes de las calles. Pinos muy altos asomaban al valle y arrojaban una sombra muy oscura, pese a ser un día soleado.

Incluso con mi nuevo abrigo de piel de león, estaba helado cuando llegamos a Main Street, que quedaba a un kilometro de las vías del tren. Mientras caminábamos, le conté a Grover la conversación que había mantenido con Apolo la noche anterior, incluido su consejo de que buscase a Nereo en San Francisco.

Grover parecía inquieto.

—Está bien, supongo—dijo—. Pero antes hemos de llegar allí.

Yo hacía lo posible por no deprimirme con mis pensamientos, pero me resultaba difícil. Por lo que había visto en mi sueño, ya me hacía una muy buena idea de quien era el General y cuál era su relación con Zoë, pero no quería pensar en ello, y tampoco quería preguntarle. Bastante angustiada estaba ya con el asunto de Hércules como para sumarle aún más a su conciencia.

También pensaba en nuestras posibilidades en la misión. Teníamos que liberar a Artemis antes de la Asamblea de los Dioses. El General había dicho que sólo mantendría con vida a Annabeth hasta el solsticio de inverno, es decir, hasta el viernes. Sólo faltaban cuatro días. También había hablado de un sacrificio. Y eso no me gustaba nada.

Nos detuvimos en el centro del pueblo. Desde allí se veía casi todo: una escuela, un puñado de tiendas para turistas y una cafetería, algunas cabañas de esquí y una tienda de comestibles.

—Genial—dijo Thalia mirando alrededor—. Ni estación de autobuses, ni taxis, ni alquiler de coches. No hay salida.

—¡Hay una cafetería!—exclamó Grover.

—Sí—estuvo de acuerdo Zoë—. Un café iría bien.

—Y unos pasteles—añadió Grover con ojos soñadores—. Y papel de cera.

Thalia suspiró.

—Está bien. ¿Qué tal si van ustedes por algo de desayuno? Percy, Bianca y yo iremos a la tienda de comestibles. Quizá nos indiquen por dónde seguir.

Quedamos en reunirnos delante de la tienda quince minutos más tarde. Bianca parecía algo incomoda con la idea de acompañarnos, pero vino sin rechistar.

Yo estaba más preocupado por el hecho de que los tres hijos de los Tres Grandes Dioses se quedasen solos. No tenía muchos ánimos de empezar la Tercera Guerra Mundial en ése momento.

En la tienda nos enteramos de varias cosas interesantes sobre Cloudcroft: no había suficiente nieve para esquiar, allí vendían ratas de goma a un dólar la pieza, y no había ningún modo fácil de salir del pueblo si no tenías auto.

—Pueden pedir un taxi en Alamogordo—nos dijo el encargado, aunque no muy convencido—. Queda abajo de todo, al pie de la montaña, pero tardará al menos una hora. Y les costará varios cientos de dólares.

El hombre parecía tan solo que le compré una rata de goma. Salimos y esperamos en el porche.

—Fantástico—refunfuñó Thalia—. Voy a recorrer la calle, a ver si en alguna de esas tiendas me sugieren otra cosa.

—Pero el encargado dijo...

—Ya—me cortó—. Voy a comprobarlo, nada más.

La dejé irse. Conocía bastante bien la agitación que sentía. No soportar la espera era algo que todos los mestizos entendíamos. Además, me daba la impresión de que seguía molesta por la conversación sobre Luke la noche pasada.

El Éxodo de HérculesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora