Una nueva promesa:

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Blackjack me llevó volando a la playa, lo cual, debo reconocer, es siempre increíble. Montar en un caballo alado, pasar rozando las olas a ciento ochenta kilómetros por hora con el viento alborotándote el cabello y la espuma rociándote la cara... Bueno, es una sensación mil veces mejor que el esquí acuático.

"Aquí es"—Blackjack redujo la velocidad y descendió en círculos—. "Al fondo, en línea recta"

—Gracias.—Me deslicé del lomo y me sumergí en el mar helado.

Me lancé hacia las profundidades. Seis, nueve, doce metros. La presión no me molestaba en lo más mínimo. Tampoco podía ver nada, pero percibía el calor de los seres vivos y las temperaturas de las corrientes es algo difícil de describir. No es como la visión normal, pero me permite localizar cada cosa con exactitud.

Al acercarme al fondo, vi a tres hipocampos nadando en círculos alrededor de un barco volcado. Algo los inquietaba.

Me aproximé y vi de qué se trataba. Había un animal atascado bajo el barco en una red: una de esas grandes redes que usan los pesqueros de arrastre para llevárselo todo a la vez. Yo aborrecía aquel tipo de artilugios. Ya era bastante horrible que ahogaran a las marsopas y los delfines. Pero es que además acababan atrapando en ocaciones a criaturas mitológicas. Cuando las redes se enganchaban, siempre había algún pescador perezoso que las cortaba, dejando morir a las presas que habían quedado atrapadas.

La pobre criatura, por lo visto, había estado deambulando por el fondo del estuario de Long Island Sound y se había enganchado en las redes de aquel barco de pesca hundido. Al intentar librarse, había desplazado el brazo y se había quedado aún más atascada. Ahora los restos del casco, que se apoyaban en una gran roca, habían empezado a balancearse y amenazaban con desmoronarse sobre el animal.

Los hipocampos nadaban en círculos de un modo frenético, con el deseo de ayudar, aunque sin saber muy bien cómo. Uno de ellos se había puesto a mordisquear la red, pero sus dientes no estaban preparados para eso. Aunque poseen un gran vigor los hipocampos no tienen manos ni son muy inteligentes.

"¡Ayuda, señor!"—dijo uno nada más verme. Los otros se sumaron a la petición.

Avancé nadando para echarle una mirada de cerca a la criatura atrapada. Primero pensé que era un joven hipocampo. Ya había rescatado a más de uno en el pasado. Pero entonces oí un sonido extraño, nada propio de la vida submarina:

—¡Muuuuuuu!

Me acerqué más y vi que era una vaca. A ver, yo había oído hablar de vacas marinas, como los manatíes y demás, pero aquella era una vaca de verdad, sólo que con los cuartos traseros de una serpiente. Por delante era una ternera: un bebé con el pelaje negro, con unos grandes ojos tristes y el hocico blanco; y por detrás tenía una cola negra y marrón con aletas en el lomo y el vientre, igual que una anguila gigante.

—Uau, pequeña—dije—. ¿De dónde saliste?

La criatura me miró tristemente.

—¡Muuuuuuu!

No podía captar sus pensamientos, supongo que sus sonidos bovinos no se catalogaban como "pertenecientes al océano"

"No sabemos que es, señor"—me informó un hipocampo—. "Están apareciendo cosas muy extrañas"

—Ya—murmuré—. Eso he oído.

Destapé a Contracorriente y la espada creció hasta alcanzar toda su envergadura. Su hoja de bronce relumbró en la oscuridad.

La vaca-serpiente se asustó y empezó a forcejear otra vez con ojos desorbitados.

—¡Oye!—traté de tranquilizarla—. ¡Que no voy a hacerte daño! ¡Déjame cortar la red!

El Éxodo de HérculesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora