La elección de Hércules:

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Desperté en un bote de remos con una vela improvisada con la tela gris de un uniforme confederado. Annabeth, sentada a mi lado, iba orientando la vela para avanzar en zigzag.

Intenté incorporarme, y de inmediato me sentí mareado.

—Descansa—me dijo—. Vas a necesitarlo.

—¿Y Tyson...?

Ella meneó la cabeza.

—Lo siento mucho, Percy.

Guardamos silencio mientras las olas nos sacudían.

—Quizá haya sobrevivido—dijo, aunque no muy convencida—. Ya sabes, el fuego no puede matarlo.

Asentí, pero no tenía ningún motivo para albergar esperanzas. Había visto como aquella explosión destrozaba el hierro blindado. Si Tyson estaba junto a las calderas en ese momento, era imposible que hubiera sobrevivido.

Ahora, muy seguramente, estaría reformándose en el Tártaro, y a saber cuantos horrores tendría que ver en el foso, o cuantos años le tomaría recuperarse del todo de la explosión.

Las olas rompían contra el bote. Annabeth me enseñó algunas cosas que había logrado salvar del naufragio: el termo de Hermes (ahora vacío), una bolsa hermética llena de ambrosía, un par de camisas de marinero y una botella de SevenUp.

Ella me había sacado del agua y también había encontrado mi mochila, aunque los dientes de Escila la habían desgarrado por la mitad. La mayor parte de mis cosas se habían perdido en el agua, pero todavía tenía el bote de vitaminas de Hermes. Y también mi espada, desde luego.

Navegamos durante horas. Ahora que estábamos en el Mar de los Monstruos, el agua relucía con un verde todavía más brillante que el ácido de la hidra. El aire era fresco y salado, pero tenía además un raro aroma metálico, como si se aproximara una tormenta eléctrica, o algo aún más peligroso.

Yo sabía en que dirección debíamos seguir. Y sabíamos que nos hallábamos exactamente a ciento trece millas náuticas de nuestro destino, en dirección oeste noroeste. Pero no por eso lograba sentirme menos perdido.

Sin importar en que dirección virásemos, el sol siempre me daba en la cara. Compartíamos unos sorbos de SevenUp y utilizamos la vela por turnos para guarecernos un poco en su sombra. También hablamos de mi último sueño con Grover.

Según Annabeth, teníamos menos de veinticuatro horas para encontrarlo, y eso dando por supuesto que mi sueño fuese fiable y que Polifemo no cambiara de idea e intentara casarse antes.

—Sí—dije amargamente—. Nunca puedes fiarte de un cíclope.

Annabeth fijó la vista en el agua.

—Lo siento, Percy. Me equivoqué con Tyson, ¿de acuerdo? Ojalá pudiera decírselo.

Traté de mantenerme molesto, pero no era fácil. Habíamos pasado juntos tantas cosas; me había salvado la vida muchísimas veces, y era una estupidez por mi parte seguir haciéndome el ofendido con ella.

Bajé la vista para examinar nuestras escasas pertenencias: el termo vacío, el bote de vitaminas. Me acordé de la mirada rabiosa de Luke cuando intenté hablarle de su padre.

—Annabeth, ¿cuál es la profecía de Quirón?

Ella frunció los labios.

—Percy, no...

—Ya sé que Quirón prometió a los dioses que no me lo diría. Pero tú no lo prometiste, ¿verdad?

—Saber no siempre es bueno.

El Éxodo de HérculesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora