El Ahullido de la Bestia:

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—Avísame por favor cuando esto haya terminado—me pidió Thalia, apretando los párpados.

La estatua nos sujetaba con fuerza; no podíamos caer, per aún así, ella se aferraba a su brazo de bronce como si su vida dependiese de ello.

—Todo va bien—la tranquilicé.

—¿Volamos... muy alto?

Miré hacia abajo. A nuestros pies desfilaba a toda velocidad una cadena de montañas nevadas. Estiré una pierna y le di una patada a la nieve de un pico.

—Depende—dije—. ¿Con respecto al nivel del mar o con respecto al suelo un poco debajo nuestros pies?

—¡Estamos en las Sierras!—gritó Zoë. Ella y Grover volaban en brazos de la otra estatua—. Yo he cazado por aquí. A esta velocidad, llegaremos a San Francisco en unas horas.

—¡Ah, qué ciudad!—suspiró nuestro ángel—. Oye, Chuck, ¿por qué no vamos a ver a esos tipos del Monumento a la Mecánica, ese grupo escultórico de bronces que hay en el centro de la ciudad. ¡Ésos sí que saben divertirse!

—¡Ya lo creo, chico!—respondió el otro—. ¡Decidido!

—¿Ustedes han visitado San Francisco?—pregunté.

—Los autómatas también tenemos derecho a divertirnos de vez en cuando—repuso nuestra estatua—. Los mecánicos nos llevaron al Museo Young y nos presentaron a esas damas esculpidas en mármol, ¿sabes? Y...

—¡Hank!—lo interrumpió Chuck—. ¡Que son niños, hombre!

—Ah, cierto... Sigamos volando...

Aceleramos. Era evidente que los dos ángeles estaban entusiasmados. Las montañas se fueron convirtiendo en colinas y pronto empezamos a sobrevolar tierras de cultivo, ciudades y autopistas.

Grover tocaba sus flautas para pasar el rato. Zoë, aburrida, se puso a lanzar flechas a las vallas publicitarias que desfilaban bajo nuestros pies. Cada vez que vez que pasábamos un gran centro comercial—y los vimos por docenas—, ella le hacía unas cuantas dianas a los letreros de las entradas a ciento sesenta kilómetros por hora.

Thalia mantuvo los ojos cerrados todo el trayecto. No paraba de murmurar entre dientes, como si estuviera rezando.

—Lo hiciste muy bien—la animé—. Zeus te escuchó.

No era posible leer su mirada con los ojos cerrados.

—Quizá—respondió—. ¿Cómo está tu brazo?

Moví un poco mi extremidad. Había pasado un largo rato limpiando y vendando la herida por mi cuenta, difícil, pero útil para matar el tiempo.

—Mejor—respondí—. Sería mejor con algo de ambrosía, pero supongo que me conformaré con la magia de Grover.

Thalia ya no dijo nada más, se aferró con un poco más de fuerza a la estatua y se mantuvo en silencio.

Yo me sorprendí pensando en la extraña mortal de la Presa Hoover, que era capaz de ver incluso a través de la Niebla. Pocos eran los mortales con esa cualidad, y aún menos los que no enloquecían por el exceso de información divina que llegaba a sus mentes.

Mi madre era parte de ese selecto grupo de mortales con vista clara, y me preguntaba si esa tal Rachel Elizabet Dare también podría sobreponerse al terriblemente doloroso proceso de abrir su mente al reino de los dioses.





El Éxodo de HérculesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora