Un orgullo mortal:

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Si había algo en lo que era bueno de verdad, era conduciendo barcos.

El Vengador de la Reina Ana respondía a todas mis órdenes. Yo sabía que cabos tensar, que velas izar y en que dirección navegar.

Avanzamos entre las olas a unos diez nudos. Para un barco de vela, bastante rápido.

Todo parecía perfecto: el viento a favor, las olas rompiendo contra la proa... Pero ahora que nos encontrábamos fuera de peligro, sólo conseguía pensar en lo mucho que extrañaba a Tyson y en la inquietante situación de Grover.

También pensaba en la forma en la que había acabado con Circe, trataba de convencerme a mi mismo de que fue algo justo, me estaba asegurando de que nadie más cayera en su trampa mortal. Pero a cada segundo me sentía más y más culpable, no por la hechicera, desde luego, pero sí por sus aprendices, que dependían de ella para sobrevivir.

Esperaba que me hubieran hecho caso y hubieran huido de la isla antes de que los monstruos empezaran a llegar, pero no podía estar seguro.

Y lo peor del asunto, aquel repentino impulso de violencia que había sentido había sido... satisfactorio, y me sentía sucio por ello. Acabar con un enemigo de esa manera no debería de sentirse nada bien, pero lo hacía. Eso era lo que de verdad me preocupaba.

Y no era como cuando acababa con un monstruo, ellos nunca morían, se reformaban en el Tártaro. Pero Circe, ella se estaría pudriendo en los campos del Hades en este momento.

Navegamos toda la noche.

Annabeth intentó echarme una mano con el puesto de mando, pero navegar no era lo suyo. Tras unas cuantas horas de balanceo, su cara se pisó de color guacamole y bajó a tumbarse en una hamaca.

Yo observaba el horizonte. Divisé monstruos más de una vez. Vi un penacho de agua tan alto como un rascacielos elevándose a la luz de la luna. Luego una hilera de púas verdes se deslizó entre las olas: un reptil, o algo similar, de unos treinta metros de largo. No tenía muchas ganas de descubrir de que se trataba.

También llegué a ver nereidas, los brillantes espíritus femeninos del agua. Les hice señas, pero desaparecieron en las profundidades, dejándome con la duda de si me habían visto o no.

Poco después de media noche, Annabeth subió a cubierta. Precisamente en aquel momento pasábamos junto a una isla con un volcán humeante. El agua en torno a la orilla burbujeaba y despedía vapor.

—Una de las fraguas de Hefesto—dijo Annabeth—. Donde construye sus monstruos de metal.

—¿Cómo los toros de bronce?

Ella asintió.

—Da un rodeo. Y ponte a buena distancia.

No necesité que me lo repitiera. Nos alejamos de la isla y muy pronto no fue más que un borrón de neblina roja a popa.

Miré a Annabeth.

—El motivo de que odies tanto a los cíclopes... o sea, la historia de como murió Thalia de verdad... Cuéntame, ¿qué ocurrió?

Apenas veía su expresión en la oscuridad.

—Está bien. Tal vez tengas derecho a saberlo—dijo por fin—. Aquella noche, mientras Grover nos llevaba al campamento, se confundió y tomó varios desvíos equivocados. ¿Recuerdas que te lo contó una vez?

Asentí.

—Bueno, pues uno de esos desvíos nos llevó a la guarida de un cíclope en Brooklyn.

—¿Cíclopes en Brooklyn?—pregunté.

El Éxodo de HérculesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora