Piedra:

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Seré directo, con la cantidad de dioses qué hay sueltos por allí, no podría saber exactamente a quién echarle la culpa de mi suerte. Así que si eres un dios y lees esto, lo siento, pero creo que voy a culparte a ti.

Allí are años, Annabeth, Grover y yo, caminando entre los bosques qué hay en la orilla de Nueva Jersey con las luces de Nueva York a nuestras espaldas.

Grover temblaba y balaba, con miedo en sus ojos de cabra.

—Tres Benévolas—dijo con inquietud—. Y las tres de golpe.

Yo mismo temblaba bastante impresionado. La explosión del autobús aún resonaba en mis oídos. Pero Annabeth seguía tirando de nosotros.

—¡Vamos! Cuanto más lejos lleguemos, mejor.

—Nuestro dinero estaba allí dentro—le recordé—. Y la comida y la ropa. Lo único que pude salvar fue algo de ambrosía.

No sé exactamente por qué, pero un instinto me había dicho que me quedara siempre con la ambrosía a la mano, y desde luego no se había equivocado.

—Bueno, a lo mejor si no hubieras decidido participar en la pelea...

—¿Qué querías que hiciera? ¿Dejar que los mataran?

—No tienes que protegerme, Percy. Me las habría apañado.

—En rebanadas, como el pan de sándwich—intervino Grover—, pero se las habría apañado.

—Cierra el hocico, niño cabra.

Atravesamos chapoteando terreno fangoso, a través de horribles árboles enroscados que olían a colada mohosa.

Al cabo de unos minutos, Annabeth se puso a mi lado.

—Mira, yo...—Le falló la voz—. Aprecio que nos ayudases, ¿está bien? Fuiste muy valiente.

—Somos un equipo, ¿no?

Se quedó en silencio durante unos cuantos pasos.

—Es sólo que si tú murieses... aparte de que a ti no te gustaría nada, supondría el fin de la misión. Y puede que esta sea mi única oportunidad de ver el mundo real. ¿Me entiendes ahora?

La tormenta cesó, para el alivio de mis compañeros, no para el mío. En cuanto el agua dejó de golpear mi cuerpo, el dolor de mi marca empezó a hacerse más y más presente.

Las luces de la ciudad se desvanecieron a nuestra espalda, dejándonos en completa oscuridad. No veía nada de Annabeth salvo por algún destello fortuito de su cabello rubio.

—¿No has salido del Campamento Mestizo desde que tenías siete años?—le pregunté.

—No. Sólo algunas excursiones cortas. Mi padre...

—El profesor de historia.

—Sí. Bueno, no funcionó vivir con él en casa. Me refiero a que mi hogar es el Campamento Mestizo. En el campamento entrenas y entrenas, y eso está muy bien, pero los monstruos están en el mundo real. Ahí es donde aprendes si sirves para algo o no.

Me pareció detectar cierta duda en su voz.

—Annabeth, sé que no llevo mucho tiempo en el campamento, pero creo que es bastante obvio que nos entrenan para sobrevivir, no para que busquemos retarnos—dije—. Pero si de verdad quieres saberlo, cualquiera capaz de hacerle frente a las Furias, como tú lo hiciste es muy valiente.

—¿Eso crees?

—Sin duda.

Aunque no veía nada, tuve la impresión de que ella sonreía.

El Éxodo de HérculesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora