El carro de la condenación:

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Annabeth nos esperaba en un callejón de la calle Church. Tiró de Tyson y de mí mientras veíamos pasar aullando el camión de los bomberos en dirección a la Escuela Meriwether.

—¿Dónde lo encontraste?—preguntó, señalando a Tyson.

Fruncí el ceño, molesto. Tyson acababa de salvarle la vida a varios chicos allí en el gimnasio y todo lo que se le ocurría a Annabeth era mirarlo con fiereza, como si él fuese el problema.

—Es mi hermano—le dije.

—¿Es un sin techo?

—¿Qué tiene eso que ver? Puede oírte, ¿sabes? ¿Por qué no se lo preguntas a él?

Ella pareció sorprendida.

—¿Sabe hablar?

—Hablo—reconoció Tyson—. Tú eres preciosa.

—¡Puaj! ¡Asqueroso!—exclamó apartándose de él.

No podía creer que se comportara de un modo tan grosero.

—Me sorprende que los lestrigones hayan tenido las agallas de atacarte estando con él—dijo Annabeth entre dientes.

—Te lo dije, no he sido atacado en todo el año... hasta ahora.

Ella sacudió la cabeza.

—Como sea, tenemos que ir al campamento ahora.

—Pero mi madre dijo...

—Percy, sin ofender, tu madre evadirá el tema hasta que no tenga de otra, e incluso entonces tardará en dejarte ir. Tenemos que marcharnos ahora, te digo que algo malo está pasando en el campamento y hay que llegar antes de que sea muy tarde.

Tomé un profundo suspiro, tenía que reconocerlo, Annabeth tenía razón. Mi madre no ayudaría a agilizar mucho las cosas.

—Claro, vámonos.

Annabeth sacó un dracma de oro de su mochila, la arrojó a la calle y ésta se sumergió en el asfalto y desapareció.

—Stêthi—gritó ella en griego antiguo—. ¡Ô hárma diabolês!

"Depende, Carro de la Condenación"

Sobra decir que eso no me inspiró mucha confianza que digamos.

Durante unos segundos no ocurrió nada.

Luego, poco a poco, en el mismo punto donde había caído la moneda, el asfalto se oscureció y se fue derritiendo, hasta convertirse en un charco del tamaño de una plaza de estacionamiento... un charco lleno de líquido burbujeante y rojo como la sangre. De allí fue emergiendo un coche.

Era un taxi, de acuerdo, pero a diferencia de cualquier otro taxi de Nueva York no era amarillo, sino de un gris ahumado. Quiero decir: parecía como si estuviese formado de humo, como si pudieras atravesarlo. Tenía unas palabras escritas en la puerta—algo como HERMNAS SIGRS—, pero mi dislexia me impedía descifrarlas.

El cristal de la ventanilla del copiloto se bajó y una vieja sacó la cabeza. Unas greñas grisáceas le cubrían los ojos, hablaba raro, farfullando entre decentes, como si acabara de meterse un chute de novocaína.

—¿Cuántos pasajeros?

—Tres al Campamento Mestizo—dijo Annabeth. Abrió la puerta trasera y me indicó que subiera, como si todo aquello fuese normalísimo.

—¡Agg!—chilló la vieja—. No llevamos a esa clase de gente.—Señalaba a Tyson con un dedo huesudo.

¿Qué demonios ocurría? ¿Sería el día del Acoso Nacional a los Cíclopes?

El Éxodo de HérculesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora