Aves del demonio:

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Los siguientes días fueron una auténtica tortura, como Tántalo deseaba.

Empecemos con los comentarios de los demás campistas. De repente yo ya no era Percy Jackson, el tipo genial que el verano pasado había recuperado el rayo maestro de Zeus; ahora era el pobre idiota que tenía un monstruo horrible por hermano.

—Prácticamente todos los dioses han tenido algún monstruo por hijo—les respondía—. Él es mi hermano ¿y qué? ¿Sólo por tener un ojo y ser grandulón debe de ser malvado automáticamente?

Algunos se lo tragaban, otros no.

Las opiniones de la gente muchas veces no se pueden cambiar ni con el argumento más sólido, con frecuencia ignoran contexto y solo miran otros casos sin ver que no existe punto de comparación alguno.

Annabeth hizo lo posible para que me sintiera mejor. Me propuso que nos presentáramos juntos a la carrera de carros y tratáramos de olvidar así nuestros problemas. No me malinterpreten: los dos odiábamos a Tántalo y estábamos muy preocupados por la situación del campamento, pero no sabíamos que hacer. Hasta que se nos ocurriera un brillante plan para salvar el árbol de Thalia, nos pareció que no estaría mal participar en las carreras. Al fin y al cabo, fue la madre de Annabeth, Atenea, quien inventó el carro, y mi padre había creado los caballos. Los dos juntos nos haríamos los amos que aquel deporte.







Una mañana, mientras Annabeth y yo estudiábamos distintos diseños de carro junto al lago de las canoas, unas idiotas de la cabaña de Afrodita que pasaban por allí me preguntaron si no necesitaría un lápiz de ojo...

—Ay, perdón. De ojos, quiero decir.

—No hagas caso, Percy—refunfuñó Annabeth, mientras las chicas se alejaban riendo—. No es culpa tuya tener un hermano monstruo.

—¡Ser un monstruo no lo hace malo!—repliqué.

Annabeth alzó las cejas.

—Percy, Los cíclopes son muy mentirosos y traicioneros...

—¡Él no! Pero, dime, ¿qué tienes tú en contra de los cíclopes?

Annabeth se sonrojó hasta las orejas. Tuve la sensación de que había algo que no me había contado; algo bastante malo.

—Olvídalo—me dijo—. Veamos, el eje de este carro...

—Estás tratándolo como si fuese un ser horrible—dije—. Y me ha salvado la vida varías veces.

Annabeth soltó el lápiz y se puso de pie.

—Entonces deberías diseñar el carro con él.

—Tal vez sí.

—¡Perfecto!

—¡Perfecto!

Se alejó furiosa y yo me sentí aun peor que antes.







Durante los dos días siguientes intenté alejar de mi mente todos los problemas.

Silena Beauregard, de la cabaña de Afrodita, me dio mi primera lección para montar un pegaso. Me explicó que sólo había un caballo alado inmortal llamado Pegaso, pero que en transcurso de los años había engendrado un montón de hijos. Ninguno tan veloz ni tan heroico como él, pero todos llevaban su nombre.

El Éxodo de HérculesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora