VEINTIDÓS

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Cuándo me controlé, me limpié la nariz con los pañuelos que Juan Pablo había ido a sacar de su coche.
Regresó solo un poquito mojado de la ropa porque la tormenta seguía arrasando con la cuidad.
Estaba preocupada por lo siguiente que tenía que contarle. No era algo me enorgullecera decir pero tenía que hacerlo. Si quería tener una relación con él, tenía que confiarle mi más profundo y oscuro secreto. No quería que hubiera secretos en nuestra relación. Quería que tanto él, como yo, sientieramos la confianza de hablar de cualquier cosa para así ambos buscar una solución.

Quería evitar a toda costa repetir la historia de mis padres.

Sentía los ojos hinchados y la nariz congestionada de tanto llorar. Pero aún seguía sientiendo algo reprimirse en mi pecho. Aún tenía más lágrimas por derramar.

— ¿Quieres más chocolate caliente? — me preguntó.

— No. Gracias — respondí con una sonrisa ladina.

— Iré a buscar mantas. El frío de la madrugada comienza a enfriarme el culo.

Solté una carcajada débil mientras negaba con la cabeza.
Amaba tanto esa parte y de él. Esa parte que siempre me hacía sonreír cuando necesitaba distraerme un poco.

— Nunca cambias — reí — están en la puerta junto a las escaleras. Esperó no estén tan llenas de polvo. Cada año me aseguro de guardarlas limpias en bolsas de plástico.

Dicho eso asintió y fue a buscarlas.
Cuando me fui de aquí, no había querido mover nada. No quería llevarme nada porque todo eran recuerdos para mí. Solo guardé en cajas algunas cosas en el ático. Algunas otras las rompí por irá, coraje, desesperación, enojo o tristeza. O siemplemente porque me encontraba borracha y en un momento de idiotez las había roto. Otras más las vendí — exactamente las cosas que mi madre había dejado — para sacar dinero extra.

Llevé los dedos hasta el punto exacto donde yacía mi tatuaje y lo acaricié por encima de la tela de la blusa de mangas largas que llevaba puesta.

— No me juzgues cuanto lo sepas, Juan Pablo. No te vayas de mi lado —. Susurré con la mirada perdida en el fuergo.

— ¿Decías? — me preguntó. Iba llegando con una frazada grande.

— Nada.

— Encontré esta para los dos. Asi estamos mas calientitos.

Volvió a tomar asiento en el suelo cruzando las piernas y extendiendo en nuestras espaldas la frazada de peluchito color azul marino.
Otros minutos pasaron cuando decidí volver al ruedo con la historia.

— Cuando papá murió. Fue demasiado duro llegar al hospital a reconocer su cuerpo — fruncí ligeramente las cejas pero luego volví a ponerlas de forma neutral —. Estuve ahí en la sala de espera, sola por mas de dos horas mientras hacían todo el trámite para trasladarlo a una funeraria. Sola con diecinueve años, tuve que hacerme cargo de todo ello. Bueno, tuve la ayuda de Mark, él mejor amigo de papá que trabajaba junto a él. La empresa donde trabajaba, también colaboró mucho. Estuve muy agradecida con ello porque ellos pagaron también todo el traslado y los gastos funerarios. Después de todo mi padre tenia un seguro de vida ahí.

— ¿Mark? ¿Porqué no me habías hablado de él? ¿En donde se encuentra ahora?

— Mantuvo poco contacto contigo. La muerte de su mejor amigo le afecto demasiado y supongo que yo era un recuerdo doloroso para él — eleve los hombros — Un año después él se fue de aquí y lo último que supe es que había regresado a España.

Asintió pensativo.

— Sabes, nunca he mirado una foto de tu padre.

Fruncí el ceño.

La Última Noche de DiciembreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora