Los vecinos se despertarían con los gritos, con el forcejeo, con la fuerza imparable que Melchor derrochaba. Felipe le tapó la boca para evitar miradas curiosas o llamados telefónicos, pero en cuanto lo hizo sintió como un líquido espeso luchaba por escaparse de las entrañas del chico.
Le soltó y dejó que vomitara sobre la alfombra, la había limpiado tantas veces que una más daba ya como lo mismo.
Le quitó el cabello de la frente y le sujetó de la cintura para que no callera sobre su propio vómito. Por lo general Melchor perdía las fuerzas cuando estaba en ese estado y no quería tener que bañarlo antes de limpiar la alfombra.
—¡Quiero irme!—gritó en cuanto tuvo la boca libre—¡Déjame ir!
—No—respondió con toda la calma que poseía—, vamos a quedarnos acá hasta que te calmes.
—¡Que me sueltes!—no sonó como Melchor, sonó como otra persona, alguien distante—¡No te metas en mi maldita vida!
Se retorció tratando de soltarse de los brazos de Felipe, pero estaba tan delgado y maltratado que ni aunque lo hubiese atado con un hilo habría logrado escapar.
—Ya Chie, ya—le apretó con más fuerza y golpeó sus rodillas por detrás para tirarlo al suelo.
Lo mejor en estos casos era inmovilizarlo, entre más días de abstinencia pasaran más violento se ponía, aumentaban los ataques de pánico y su estabilidad emocional—si es que quedaba algo—se iba al carajo.
Cayó al suelo arrodillado, sostenido solo por los brazos de Felipe.
Detestaba que le llamaran Chie, pero no lograba encontrar fuerzas ni para quejarse. Lanzó un par de manotazos al aire que no dieron mayores frutos y se desplomó desarmado en el pecho de Felipe.
Estaba exhausto, cansado de seguir respirando, harto de vivir.
Empezó a llorar como lo hacen los bebés, con ese dejó de desolación que te obliga a cogerlos y abrigarlos. Felpz le abrazó más fuerte y no le importó cuando le vomitó encima.
Profesaba un amor casi paternal a Melchor, le había visto nacer, crecer y caer. Era su familia, la única que le iba quedando.
—Quiero ir a casa—masculló mientras lloraba desconsolado.
Felipe le acurrucó, le acarició la cabeza y le besó la frente.
No habían palabras para describir las ganas que tenía de llevarlo a casa, pero para ser honesto hace años que no tenía idea donde quedaba eso.
O quizás si lo sabía, pero para lograr tal travesía necesitaría de una máquina del tiempo.
—Tranquilo, todo va a estar bien, te pondrás bien.
—No es cierto. Nada volverá a estar bien jamás.
Le meció lentamente mientras buscaba un buen argumento para contradecirlo. Melchor detestaba que le tocaran, pero ya no sabía qué hacer, estaba desesperado, necesitaba a Gaspar.
Pero Gaspar no estaba, y no estaría por un largo tiempo.
No era la primera vez que se sentía así de perdido, solo o desorientado. Ya eran muchos los golpes de la vida y sabía que saldría de esa, que el sol aparecería nuevamente, y que mañana sería otro día, pero por un momento, uno demasiado largo, creyó que no había ninguna esperanza.
Ahí, sentado en el suelo, con Melchor llorando entre sus piernas bañado en vómito, se preguntó si tanto sufrimiento tendría algún fin o si solo sería el juego retorcido de alguna deidad caprichosa.
ESTÁS LEYENDO
Aprendices de Sherlock
Novela JuvenilHubo una época en que Melchor, Cristina, Tomás y Antonio fueron buenos amigos, que digo buenos, los mejores amigos, pero crecieron sin poder evitarlo y antes de que lo notaran ya no se conocían. ¿Es prudente juntar sus caminos nuevamente o todo ter...