Mundos paralelos

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Cuando Enrique entró a su casa ya eran casi las ocho, vio la luz de la cocina encendida y supuso que Emilia había decidido visitarlo de sorpresa. Sonrió ante la idea y decidió de antemano que pediría comida italiana por teléfono, no se sentía con ganas de cocinar.

Dejó su chaqueta en el sofá y entró a la cocina esperando ver la figura delgada de Emilia revisando las repisas, pero en vez de eso se encontró a su chica sentada en el suelo, rodeada por granos de arroz desparramados por todo el piso, llorando silenciosamente.

No entendió nada de lo que sucedía en un principio, y siguió sin entenderlo segundos más tarde. Emilia yacía en el suelo, destrozada como nunca antes la había visto.

—¿Qué sucede?—preguntó antes de acercársele, se le daban fatal ese tipo de situaciones, el llanto lo desconcertaba.

—Nada, solo déjame sola—murmuró entre sollozos.

—No soy un novato en esto, Emilia, si estás llorando es por algo y no quiero pásame el resto de la noche averiguándolo de a poco ¿Qué sucede? ¿Alguien te dijo algo? ¿Te despidieron? ¿Qué es?

Se arrodilló a su lado y le quitó el cabello de la cara, tenía la nariz roja y los ojos hinchados. Su expresión era digna de un entierro.

—Este estúpido arroz y su estúpida bolsa de plástico—lanzó la bolsa a medio vaciar que guardaba entre sus piernas, desparramando el resto de los granos por el piso de la cocina.

Enrique retrocedió un poco, Emilia no solía ser violenta, pero cuando se convertía en ese tipo de monstruo no había quien pudiese pararla.

—¿Y estás llorando por el arroz?

—¡Claro que no estoy llorando por el puto arroz!—gritó—He almorzado con mi madre.

—Ahora lo entiendo todo—rio levemente a su propio chiste, pero no recibió la misma respuesta de Emilia. Le desconcertaban las reacciones humanas, sobre todo cuando las situaciones se volvían específicamente emocionales—. No te hace gracia, debió ir todo muy mal.

—Tomás está de vuelta.

—¿Tomás?

—Sí.

—¿Es ese hermano del que tanto habla Gaspar?—Emilia asintió—¿Y se llama Tomás? Supongo que tu madre nunca se enteró que ese es mi primer nombre, le hubiese puesto otro.

Emilia le observó detenidamente, cada rasgo, cada expresión, cada gesto, quizás no terminaban de parecerse físicamente, pero en cuestiones de personalidad compartían una esencia tan similar que hasta costaba pensar que no se conocían.

—No es mi hermano, Tomás no es hijo de mi madre—se mordió el labio y contuvo sus sollozos, era momento de ser fuerte—, es mío.

—¿Tuyo de qué forma?

—Salió de entremedio de mis piernas, Enrique, de esa forma ¿De qué otra forma se te ocurre que podría ser mío? ¿Lo compré en una rebaja? ¿Me lo gané en un bingo? Es mío... y tuyo.

Las cosas volvieron a ponerse confusas en la mente de Enrique y sintió temor de preguntar en qué forma ese tal Tomás podía ser algo suyo. No tenía lógica, aparentemente nada con Emilia mantenía el sentido por mucho tiempo. Intentó armar una pregunta que no sonara estúpida. No lo logró.

—¿Mío? ¿En qué forma?

—¡Ag! ¿Por qué no te vas a hacer algo más útil y me dejas sola?

La idea sonó maravillosa en la cabeza de Enrique, irse era la mejor respuesta en ese minuto. Tomó lo poco que quedaba de su cordura y salió de la cocina en dirección a la sala. Necesitaba pensar, o por lo menos necesitaba no compartir su oxigeno con otro ser humano.

Aprendices de SherlockDonde viven las historias. Descúbrelo ahora