Redención

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A media noche Enrique despertó sin razón alguna. Se estiró con pereza y rodó sobre su cuerpo para quedar mirando en dirección al lado de la cama donde dormía Emilia.

Observó su perfil dibujado con la luz de la calle que entraba por la ventana, ella lucía muy despierta, con los brazos detrás de la cabeza y la mirada pegada en el techo.

Se acercó para acurrucarse en su pecho, a lo que la chica le abrazó de vuelta y comenzó a jugar con sus cabellos, pero sin despegar los ojos del cielo raso.

―¿Qué pasa?―preguntó él, respirando el aroma dulzón de su jabón de miel.

―Pienso en Tomás―respondió Emilia, con un pie en la realidad y otro en la fantasía.

―¿Por qué?

―Fui a verlo hoy, no estaba muy contento de verme. ¿Crees que me odiará si le cuento la verdad? Sé que sí, pero quiero tu opinión.

―Ni siquiera lo conozco.

―Pues te cuento que va a odiarme tanto, pero tanto. No volverá a hablarme, ama hacer la ley del hielo para lastimar a otros.

―Lo dices como si aquello fuera un talento―Enrique no sabía mucho de Tomás, pero la alegría con la cual Emilia lo describía le parecía extraña, sobre todo porque la mayoría de sus características eran defectos.

―No, no lo es, pero con los años he aprendido a encontrar adorable todo lo que él hace. ¿Crees que deba contarle? No quiero hacerlo, pero...

―¿Pero?

―Pero soy egoísta, tan egoísta.―Suspiró cansada y volteó hacía Enrique para enroscarse entre sus brazos y ocultarse en su pecho.―Renuncié a él por su propio bien, y aun así mandaría todo al traste solo por escucharlo llamarme mamá aunque fuera una vez.

―¿Mamá?

―Sí, si me llama mamá algún día, moriría feliz.

Enrique la alejó un poco y le dedicó una mirada incrédula. No entendía eso de tener hijos, pero suponía que las personas no morían por tan poco.

―¿Eso es todo lo que pides antes de morir? ¿No crees que es un poco pobre?

―No lo entiendes, para mí eso lo es todo―respondió sonriendo en la penumbra―. Echaría por la borda dieciséis años de sacrificios solo por esas cuatro letras.

Lo besó con ternura y le acarició la cara. Los años habían vuelto a Enrique mucho más franqueable, por lo menos para ella. Gran parte de su energía adolescente se había diluido en el tiempo, dejando solo un tipo tranquilo y calculador que mostraba tantas facetas distintas como personas en el planeta.

Le gustaba mucho el Enrique que era cuando estaban juntos. Cariñoso a su manera, preocupado y atento. Siempre dispuesto a escucharla, aun cuando no tuviera nada para decir el respecto.

Lo amaba, de verdad.

―Te amo―dijo él, ordenando sus cabellos detrás de su oreja.

―Lo sé―respondió ella.

Enrique se acurrucó en su cuello y la besó de forma delicada, disfrutando ese momento de intimidad.

―Deberías decirle, quizás se enoje, pero tú podrías morir feliz.

Emilia sonrió, abrazando a Quique con ahínco.

Aprendices de SherlockDonde viven las historias. Descúbrelo ahora