Antonio extendió el mantel rojo sobre el pasto, justo bajo la sombra de un árbol enorme. El sol pegaba fuerte para ser un día de febrero, y las escasas nubes desplegadas en el cielo, se disolvían con el viento.
Felipe traía desde el auto una hielera con la comida y una botella de jugo de frutas, que dejó a un costado en cuanto localizó a Antonio, no pesaban demasiado, pero se sentía más perezoso de lo normal.
Se sentaron ambos sobre el mantel, mirando el pacífico lago de la reserva mecerse con la brisa.
La reserva se encontraba a una hora de viaje desde el pueblo. Era un lugar protegido por el estado para el resguardo de las especies nativas y la naturaleza. Lo conformaban quince mil hectáreas de terreno, un lago, un par de montañas y kilómetros de camino para recorrer.
Era común que las familias de los pueblos aledaños pasaran los fines de semanas del verano ahí. Se podía acampar, se podía nadar en el lago, incluso habían botes para disfrutar la tarde remando.
Hacía años que Antonio no iba a la reserva, más de cinco.
Felipe se recostó sobre el mantel, colocó los brazos detrás de su cabeza, y quedó mirando la copa del árbol bailar con el viento.
―No sé si sea aburrida esta cita―explicó, sin perder de vista el vaivén de las hojas―. He salido con otros chicos antes y siempre prefieren lugares ruidosos con mucha gente. Yo soy más tranquilo, me gusta el campo, el silencio, cosas así.
Anto se concentró en las risas en la lejanía de los niños que jugaban a saltar desde el muelle, y el sonido característico de un chapuzón. Los recuerdos se le vinieron a la mente, veloces, y no pudo evitar compartir sus pensamientos con Felipe.
―Venía mucho a la reserva cuando era pequeño―comentó―, casi todos los fines de semana del verano. Tenía un grupo de amigos, éramos cuatro, tres chicos y una chica. A veces nos acompañaba una hermana de mi amiga, a veces el hermano de mi amigo. Traíamos dos carpas y hacíamos nuestro campamento justo ahí, al lado de ese árbol.
―Yo también venía mucho de pequeño, con mi padre, pero acampábamos al otro lado del lago. Madrugábamos todos los días y subíamos ese cerro allá adelante, el que llegaba primero tenía derecho a hacer una marca en una piedra enorme que hay arriba. Lo hicimos muchas veces, más de cien.
―Suena divertido.
―Lo era.
―Nosotros hacíamos carreras hasta la mitad del lago, ahí donde está la boya, el que volvía primero dormía con Cristina. Te he contado de Cristina, ¿cierto?―Felipe asintió―. Ella tenía la carpa más grande siempre, incluso cuando veníamos con el hermano de mi amigo. Así que no le faltaba nunca espacio, mientras que nosotros nos acomodábamos cuatro en una carpa para dos.
―¿Quién ganaba?
―Casi siempre yo, pero uno de mis amigos estaba enamoradísimo de Cristina y de tanto en tanto yo le cedía mi lugar, solo porque era un buen amigo. El problema era cuando ganaba Cristina, porque ella nos cedía el lugar a todos y terminábamos durmiendo los cuatro en una carpa para tres.
Felipe rio calmado.
Antonio le gustaba más de la cuenta.
No había nada extraordinario en él. Era guapo, pero no demasiado. Vivaz pero reposado. Lozano pero de carácter maduro. Aun así, por alguna razón, aquella ingenuidad le atraía.
No podía describirlo como esencialmente incauto, pero la candidez con la cual lo miraba daba a entender que aquellos ojos solo habían visto momentos felices.
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Aprendices de Sherlock
Ficção AdolescenteHubo una época en que Melchor, Cristina, Tomás y Antonio fueron buenos amigos, que digo buenos, los mejores amigos, pero crecieron sin poder evitarlo y antes de que lo notaran ya no se conocían. ¿Es prudente juntar sus caminos nuevamente o todo ter...