Aunque hubiese querido llegar temprano, la hora y media que le estaba tomando a Melchor vestirse se lo habría impedido de cualquier manera.
El funeral de Baltazar era menos que un trámite. Una de esas cosas que tienes que hacer, porque si no lo haces la gente empezaría a mirarte raro.
«¿No fuiste al propio entierro de tu padre? ¿Qué te sucede?»
Pero incluso con la idea de que ausentarse a un hito familiar tan importante sería visto de manera extraña, a Gaspar no terminaba de convencerle la idea de presentarse.
Se le antojaba forzado, falso, plástico. Ni siquiera tenía palabras que decir, una anécdota graciosa o una lágrima sentida. Por más que se tomaba el tiempo de buscar algo emotivo dentro de su cabeza, no brotaba ni una sonrisa ladeada.
Con Baltazar todo era rabia contenida o simple indiferencia, nada de puntos medios.
Suponía que para su madre se trataba de un deber. Siendo la viuda de Valencia, no aparecer sería otra historia para que el pueblo tuviese que hablar durante la cena. Con el suicidio de Baltazar tenían suficiente material como para comentar por seis meses, no querían darles más.
Todos tomaron una actitud solemne. Él se tomó el día, vistió un traje oscuro que le quedaba apretado, y se resignó a tener que asentir cada vez que alguien saliera con la frase: «Era tan bueno».
Magdalena, por su parte, se colocó un traje negro y peino su cabello de la forma más sobria que pudo, solo para disimular la tranquilidad que le producía el deceso de su marido.
Melchor, sin embargo, preocupaba bastante a Gaspar. Nunca tuvo una relación apegada con Baltazar, pero de cualquier forma era un niño, y a un niño lo marca la muerte de su padre.
Sabía que en algún momento tendrían que conversar, solo no sabía el minuto exacto para introducir el tema. Quizá cuando las cosas se normalizara, cuando la gente ya no hablara sobre él, o podía ser que ahora, justo antes de exponerse al luto, fuese una buena ocasión.
Su madre salió del cuarto colocándose un par de pendientes de perla, lucía como un viuda modelo, aunque en su cara, más que tristeza se veía paz.
Gaspar suponía que en un trozo de ella se engendraba la semilla de la culpa, mal que mal lo había echado de casa cuatro días antes de que se suicidara, a punta de cuchillo cocinero, según lo que le relatara Melchor; pero también era testigo de todo lo que había tenido que soportar, razón suficiente para sentir alivio ante la muerte de alguien.
―¿Tu hermano no ha bajado?―preguntó sacudiendo una pelusa.
―No ¿Voy por él?
―Por favor.
Subió en silencio, calmado como nunca. Si bien no sentía ni la más exigua pena por el deceso de su padre, la muerte ralentizaba en tiempo en general.
Entró al cuarto después de tocar, para encontrarse a Melchor sentado en la cama, a medio vestir, mirando sus zapatos recién lustrados.
No hacía demasiado tiempo había cumplido trece, y lucía muy parecido a él cuando tenía esa edad, solo un poco más desgarbado y con aspecto introvertido.
Se acercó sin que Melchor levantara la cabeza, como ignorando su presencia a propósito.
―¿Te falta algo? ¿No sabes anudar tu corbata?―bromeó para relajar los ánimos, sin lograr una respuesta de Melchor. Supo entonces que era momento de tener esa conversación sobre el lazo de padres e hijos, y de cómo se mantenía más allá de la muerte―. Oye, está bien estar triste. Sé que mamá y yo no parecemos tan apenados, pero eso no significa que tú debas tomártelo con calma. Cada uno vive su duelo de forma distinta.
ESTÁS LEYENDO
Aprendices de Sherlock
Teen FictionHubo una época en que Melchor, Cristina, Tomás y Antonio fueron buenos amigos, que digo buenos, los mejores amigos, pero crecieron sin poder evitarlo y antes de que lo notaran ya no se conocían. ¿Es prudente juntar sus caminos nuevamente o todo ter...