La sangre corrió por la mano de Cristina con poca sutileza. A sus doce años acaba de enterarse que golpear a alguien no era tan fácil como en las películas, claro que le dolía a la victima pero también lastimaba bastante al victimario en el proceso. Soltó el aire atrapado en los pulmones con tanta furia que no pudo evitar que se le escapara una lágrima de paso. Estaba realmente irritada, le escocia la mano, se le mojaban lo pies y ahora iba a llorar ¿Qué mejor?
—¡No vuelvas a decir eso de Chie jamás!—rugió desde lo más profundo de su alma, desgarrándose la garganta por la fuerza. Inspiró el helado aire de principios de Agosto y se limpió las lágrimas de la cara, por lo general se mantenía siempre en su faceta de señorita bien portada pero Tomás la había sacado completamente de su cordura.
Tomás la miró desde el suelo incrédulo, con los ojos como platos y la boca semi abierta. Cristina acababa de tirarlo al piso de un solo golpe, una simple y delgada chica estuvo a punto de noquearlo. La nieve bajo su cuerpo comenzó a mojarle la ropa y a helarle la piel pero ni lo notó, estaba demasiado concentrado preguntándose de donde Titi habría sacado tanta fuerza.
Antonio corrió a sujetarla en el momento preciso que la vio avanzar en dirección del mal herido chico, una cosa era un puñetazo y otra muy diferente rematarlo a patadas en el piso. No le parecía que Cristina fuese capaz de una cosa como esa, pero tampoco la creía capaz de golpear a alguien, lo mejor era no arriesgarse.
—Ya, ya, Titi, baja las revoluciones—trató de calmarla al tiempo que la sujetaba por los hombros.
—Que no voy a bajar nada, y por milésima vez no me llames Titi, Anto—frunció el ceño con rabia. Nunca se había sentido así de impotente, Tomás no tenía la culpa de su rabia, no era más que la gota que había derramado el vaso.
—¡Yo digo lo que se me viene en gana, Cristina!—gruñó Tom desde el suelo limpiándose la nariz sangrante con un poco de nieve.
—¿Quieres que te deje un ojo morado también?—lo retó alzando los puños, retenida por los brazos de Antonio.
—Quiero ver que lo intentes.
La fuerza que la chica imprimió en su intento de escape aturdió a Anto, nunca hubiese creído que de tan pequeña persona pudiesen salir tantas energías. La retuvo e incluso debió levantarla del suelo para que dejara de intentar escaparse.
—¡Ya basta Tom! Deja de provocarla…
—¿Provocarla? ¡Me acaba de romper la nariz!
—¡Y lo haría de nuevo!—pateó en el aire intentando zafarse.
—¿Para qué? Sabes muy bien que lo que digo es verdad. El imbécil egoísta de Melchor nos ha despachado como si fuéramos ropa vieja. Nosotros preocupándonos por la muerte de su padre y el muy cabrón ni nos saluda ¡Pues que se joda! Resultó no ser más que un interesado que nos usó hasta que le fuimos útiles.
Cristina se quedó de piedra un instante, el pelo rubio se le pegó a la frente, la chaqueta se le subió un poco por el agarre de Anto y las orejeras se le cayeron al piso.
Comenzó a nevar.
Con fuerza insospechada se liberó justo cuando Antonio estaba con la guardia baja, corrió hasta Tomás y se le tiró encima para golpearlo. Uno tras otro sus puños acertaron en la cara y brazos de él, sin que el chico pudiese hacer nada. Antonio la alcanzó en dos zancadas y la levantó para salvarlo de tal bestia. Ella pataleó, forcejeó, se soltó y terminó de espalda en la nieve mirando las nubes cernir sus copos sobre el parque.
Se sentó luego de un par de minutos concentrada en el cielo gris. Sus manos estaban adoloridas y frías como témpanos, la nariz la tenía roja igual que las mejillas y el pelo se le escarchaba con el frío y el nevazón.
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Aprendices de Sherlock
Roman pour AdolescentsHubo una época en que Melchor, Cristina, Tomás y Antonio fueron buenos amigos, que digo buenos, los mejores amigos, pero crecieron sin poder evitarlo y antes de que lo notaran ya no se conocían. ¿Es prudente juntar sus caminos nuevamente o todo ter...