Aquel chiquillo tan alto como un árbol

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— ¡El mundo es un completo misterio!—gritó Melchor a todo pulmón alzando los brazos al cielo parado sobre el tronco del árbol caído junto a la banca. Sonrió ampliamente cerrando los ojos, formándosele, irremediablemente, aquel par de infantiles margaritas.

Era pleno verano y el sol golpeaba implacable los techos del pueblo, la brisa se hacía mínima, la ropa se pegaba al cuerpo, los perros vagos buscaban descanso bajo la sombra de los robles y los patos graznaban en el lago cuidando de sus hijos.

El niño nuevo lo miró desde abajo, sentado en una roca, con las rodillas peladas y la boca abierta.

Todos habían escuchado hablar del niño loco que vivía en el parque pero nunca creyó verlo de tan cerca, ni menos que le diera un discurso sobre ser detective.

— ¿Por que no dices nada? ¿Te comió la lengua el gato?—Antonio frunció el ceño confundido, tenía entendido que el dicho decía: ¿Te comieron la lengua los ratones?; pero no estaba seguro. Observó pensativo al muchacho de cabello negro y ojos color agua y le pareció en niño mas sorprendente de todo el pueblo, si él decía que era gato probablemente era así, se veía tan seguro y grande.

— ¡Yo también quiero ser detective!— dijo emocionado mientras se ponía de pie. Una intensa energía lo recorría nacida desde las palabras de aquel chiquillo cubierto de tierra y hojas.

— Tú no puedes ser detective— respondió Melchor ante aquella declaración— para ser detective debes ser muy inteligente ¿Eres muy inteligente?

El creciente fuego en el pecho de Antonio pareció apagarse, miró sus zapatillas azules pensando si era inteligente y descubrió que no. En el preescolar no era el mejor, todo lo contrario era el último de la clase, incluso sus maestros decidieron que repitiera el año para que así  madurara y no llegase atrasado en cuanto a habilidades al primer año de escuela. Era un muchacho inquieto, demasiado inquieto, odiaba tener que sentarse tantas horas y realizar tareas tan monótonas, prefería salir al patio y correr hasta que las piernas no le dieran más, añoraba el recreo y sus juegos y por sobre todo amaba el parque.

— No soy inteligente— respondió con apenas un hilo de voz, siempre lo rechazaban de todos los juegos. Lo que sucedía era que nadie quería jugar con él ya que siempre ganaba, ya fuera en fuerza, agilidad o velocidad.

— ¿Y entonces en que eres bueno?— masculló entre dientes el chico de los ojos agua al notar la tristeza en las palabras del otro muchachito.

— ¡Soy muy rápido y fuerte!— gritó con emoción sintiendo una llama de esperanza quemarle el pecho. Melchor meditó un segundo tocándose, como siempre, los labios con dos dedos.

—Eso no me sirve— sentencio luego de un largo silencio— yo también soy rápido y fuerte, además no necesito un guarda espaldas aún.  A menos que tengas alguna habilidad interesante...— hizo una pausa esperando que el otro muchacho dijese algo que le hiciera cambiar de opinión. A los ojos de Melchor aquel chiquillo tan alto como un árbol, de ojos grises y cabello castaño oscuro, se veía tan desamparado y triste como un cachorro. Deseaba darle techo y comida, algo así como caridad, pero no podía, eso seria cargar con alguien que le sería inútil. Lo que hacía, según él mismo, no era un simple juego de niños—... Veo que no, me voy. Adiós.

Volteó a la izquierda y se fue caminando por sobre el tronco del árbol.

— ¡Espera!— ladró el más alto— ¡Hay algo que se hacer!

— ¿Que?— quiso saber Melchor apenas volteándose para mirarlo.

—Se cuando la gente miente...—al menor pareció interesarle aquella habilidad, bajó del tronco de un solo salto y se acercó dando las zancadas más grandes que podía. Solo al estar realmente cerca descubrió que entre él y el chico de ojos grises había casi veinte centímetros de diferencia.

Aprendices de SherlockDonde viven las historias. Descúbrelo ahora