Tierno y estúpido

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Cristina se sintió fuera de lugar. Era la primera pijamada de chicas a la cual asistía y a pesar de que lo intentaba no encajaba. Tenía siete años y vestía una camisola blanca con bordes rosados.

Roció, su muñeca, la acompañaba fielmente, mientras ella se resignaba peinarla como si fuera tremendamente interesante. Todas las demás chicas lo hacían y parecía divertirles, ella no podía ser menos aunque extrañaba esa amenaza brutal que significaba una guerra de almohadas sorpresa auspiciada por Antonio, o la invitación tacita de Tomás a comenzar una maratón de películas de terror, o la tradicional lectura de Melchor antes de dormir.

Quizás las chicas le hubiesen parecido divertidas en otra circunstancia, pero después de ser testigo y participe de las mejor pijamadas en la tierra, aquella se le antojaba lenta y desabrida.

Si hubiese tenido un reloj a mano habría contado los minutos para irse.

Recordó a su madre diciéndole en tono serio:

«No puedes andar con chicos todo el tiempo, ve y dales una oportunidad a las otras niñas, vas a ver que son como tus hermanas»

No eran como sus hermanas, definitivamente no. Todas le parecían aburridas y monótonas, jugando con muñecas y pintándose las uñas. Claro que le gustaba hacer ese tipo de cosas, durante unos minutos, una hora como máximo, no toda la noche. Ya carecía de importancia, resistiría lo que quedara de la velada y nunca más volvería a aceptar una invitación, simple.

—¿Y a ti Cristina?—preguntó una de las chicas—¿Quién te gusta?

No sabía a ciencia cierta en qué punto habían llegado a conversar sobre aquello y tampoco le importaba, tenía muy clara su respuesta a esa pregunta.

—Nadie—respondió firme—, pero cuando crezca me voy a casar con Melchor.

Las niñas se miraron entre si sorprendidas ¿Cómo podía ella casarse con Melchor si no le gustaba?

—Pero si te vas a casar con él tiene que gustarte.

—¡Claro que me gusta! Es mi mejor amigo, pero no me gusta de esa forma romántica—se encogió de brazos y decidió trenzarle al cabello a Roció.

—¿Igual vas a casarte con él?—la misma chica, de cabello negro y ojos almendrados, que había preguntado en un principio continuó su interrogatorio— Porque cuando uno se casa lo hace porque quiere siempre abrazar y besar a esa persona ¿Quieres tú abrazar y besar a Melchor para siempre?

—¡Claro que no!—chilló Cristina ofendida— Cuando uno se casa lo hace porque ha encontrado a la persona más impresionante sobre la tierra, una con la que nunca te aburres, una con la que puedes conversar y a la que amas incondicionalmente.

—Amar conlleva besos—terció un chica bajita y pecosa.

—Eso es lo menos importante—reclamó Titi—. Amar es... es... ¡Amar es cuando alguien te regala la cereza de su pastel solo porque la tuya cayó al suelo!—respondió recordando un breve episodio ocurrido solo dos días antes.

—Eso es estúpido—una cuarta chica salió al ataque y Cristina simplemente no pudo soportarlo.

Tomó su bolso, su saco de dormir, a roció y calzó sus zapatillas de levantarse. En un instante estuvo en la entrada, parada junto al teléfono, marcando a su casa.

Su madre contestó rápido, como augurando que la pijamada en la que se encontraba la menor de sus hijas no iría bien. Trató de sonar calmada, pero en cuanto oyó la voz de la pequeña aumentó su nerviosismo.

—Mamá ¡Ven a buscarme!—exigió la chiquilla empinada ante la mesita del teléfono.

—¿Cristina? ¿Qué sucede? ¿Te pasó algo?—su tono sonó urgido, suponiendo siempre lo peor.

Aprendices de SherlockDonde viven las historias. Descúbrelo ahora