Bestia blanca

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Emilia no era fanática del frío, o del invierno. Prefería el verano, el sol, la playa y el calor abrasándole la piel. Climas helados, como el de Los robles, se ajustaban mucho más a Enrique y su personalidad adusta, y era justo de ahí que Tomás había heredado esa fascinación por los copos al caer.

Antiguamente, antes de la mudanza, el chiquillo clamaba su fanatismo por la época estival, pero, descubierta la magia blanca de la nieve, era imposible no notar lo maravillado que se encontraba por los encantos del invierno.

A Emilia, quien había dedicado los últimos ocho años de su vida criando al chiquillo como encontraba más correcto, no dejaba de sorprenderle como, sin ella poder evitarlo, Tomás hallaba formas en las cuales parecerse a su padre.

Algunas veces, detalles minúsculos, como la manía de rascarse la ceja izquierda con la mano derecha al pensar, o la necesidad de revisar la orilla de los vasos antes de beber el primer sorbo; otras, características fundamentales de la personalidad, como su inquietante necesidad de rebatirlo todo y su inescrupulosa forma de justificar los medios con el fin.

Había tanto de Enrique en Tomás, que de últimamente se arrepentía de haberle puesto el mismo nombre.

La idea era unirlos solo de forma tangencial, con la intención de conectarlos sin que ninguno de los dos se enterara, pero, con cada día que pasaba, Emilia se convencía de que quizás ese nombre era más una cruz que un amuleto. Solo le faltaba que el chiquillo se volviera estafador como para terminar de hacer justicia al nombre heredado.

Lo que más le dolía de toda la situación era lo mucho que ella se veía pensando en Enrique.

Sin siquiera darse cuenta, su mente volaba hasta el pasado y traía la imagen vívida del hombre que había destruido su vida y al mismo tiempo regalado el más importante de sus pilares.

Tom, su pequeño Tom, era sin lugar a dudas la mejor cosa que tanto ella como él habían hecho.

Por eso, y a pesar de lo mucho que le enervaba la actitud heredada profesada por Tomás, de cierta forma entendía que la sangre era más pesada que el agua, y que lo menos que podía hacer para agradecerle a Enrique la participación en la creación de su tesoro, era dejar florecer un poco de él en Tomás.

― Emi, perdí mi guante.

Tom se acercó corriendo, abrigado a tope pero sudando, con la mano desnuda en alto y enrojecido por el esfuerzo.

En la lejanía, Emilia pudo ver la silueta del resto de los amigos inseparables de su hermano, tirándose bolas de nieve uno al otro, correteando sin parar. Le gustaba que fueran tan unidos, adoraba ver como su chiquillo se acoplaba tan bien a un grupo.

― ¿Cómo ha pasado algo así?―inquirió, acercándose para ordenarle el cabello y de paso dar a la bufanda un par de vueltas más.

― Cristina me ha lanzado una bola de nieve a la mano y ha salido volando.

― ¿Y fuiste a buscarlo?

― No.

―Ve por él entonces.

― No recuerdo dónde fue.

― ¿Hace cuánto pasó esto?

― No lo sé, una hora, un poco más.

― Tomás Andrés Riquelme, ¿crees que la ropa cae del cielo?

― Sin lugar a dudas, ese guante sí que voló―comentó Tom aguantando la risa, solo para regresar de inmediato a su papel de niño en problemas―, pero fue todo tan rápido que no he visto donde ha caído.

Aprendices de SherlockDonde viven las historias. Descúbrelo ahora