Viejas historias

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—No Tomás, no te vayas—los brazos de Cristina se enroscaron en el cuello del chico con tanta fuerza que por momentos temió decapitarlo. Las lágrimas le resbalaban por la cara y su voz se confundía con una serie de aullidos y gemidos lastimeros.

—Cristina no lo estás haciendo más fácil—pronunció él intentando contener el llanto que amenazaba con salir.

No solo estaba abandonando su casa, abandonaba a sus amigos, a su hermana, abandonaba la mejor infancia que se podía pedir. Dejaba demasiadas cosas atrás como para atenerse a la regla de que los chicos nunca lloran.

—¡No es fácil!—chilló mientras hundía su cara en el cuello de uno de sus mejores amigos—¡Dejen de abandonarme! Primero Melchor y ahora tú ¿Por qué no podemos ser amigos para siempre? ¡¿Por qué?!

—Siempre seremos amigos.

—¡Mentira! Chie decía lo mismo y ni siquiera tuvo que mudarse como para ignorarnos ¡No te vayas Tomás! Puedes vivir con nosotros, un día en mi casa, otro día en la casa de Anto, y otro con tu hermana ¡Sería increíble!

Ella trató de sonreír a pesar de que su labio tuviese vida propia e insistiera en tiritar y tiritar, él por su parte se mordió una mejilla por dentro. Debía mantenerse fuerte por Cristina.

Antonio se acercó un poco, trataba de disimularlo pero también sentía la necesidad de llorar, de soltar todo lo que mantenía guardado desde que se enterara sobre la mudanza de Tomás.

¿Qué sería de los Aprendices si él también se iba?

Puso su mano sobre el hombro del chico e intentó parecer calmado y despreocupado. No sabía que decir, y cuando no sabía que decir simplemente trataba de comunicarlo físicamente.

—¡Los voy a extrañar mucho!

Tomás se quebró y apretujó a Titi tanto como le dieron los brazos llorando como un bebé. Esa sería la última vez que sentiría su aroma florar empalagoso, la última vez que tendría que consolarla, la última vez que la viera.

Antonio también empezó a llorar, no pudo evitarlo, las fuerzas le flaqueaban y la dureza se le iba por el retrete.

Cristina lo soltó y de inmediato cayó en los brazos de su otro amigo.

Era duro, increíblemente duro.

¿Con quién jugaría juegos de video? ¿Quién saldría a patear la pelota? ¿Quién lo regañaría cuando se convirtiera en un pedante sabelotodo?

—Despídanme de Chie—susurró bajito en el oído de Anto, este asintió.

Los dos que se quedaban trataron de sonreír por el que se iba y el que se iba intentó sonreír por los que se quedaban. Ninguno hizo un buen trabajo.

Emilia se acercó a él, sabía de antemano que su hermano estaba terriblemente enojado por abandonarlo, pero ella tenía sus razones y él debía respetarlas.

Tomás se negó a mirarla y lloró en silencio mirando directamente al suelo. Ella no se intimidó y acarició su cabello con la misma ternura de siempre.

—Vas a ser un buen niño ¿De acuerdo? Vas a hacerle caso a mamá y a papá, limpiarás tu pieza cuando Lorena te lo diga y terminarás la tarea el mismo día que te la envíen ¿Me estás escuchando?

El chiquillo no dijo nada, había pasado las últimas dos semanas sin hablarle a su hermana y no quería flaquear en su ley del hielo a este punto.

La joven le acarició la cara y le apretujó como si la vida se le fuera en ello.

—Sabes que te amo Tom, pero debo quedarme acá.

—¡No!—fue lo único que pudo sacarle al pequeño.

Aprendices de SherlockDonde viven las historias. Descúbrelo ahora