La niña que todo lo conseguía con mentiras y sonrisas

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Cristina se halló completamente sola en un patio repleto de niños, acaba de cumplir cinco y el preescolar le parecía un lugar extraño y salvaje. Todos jugaban con tierra, corrían, saltaban, trepaban árboles, se columpiaban, reían y correteaban. Todos menos ella quien los observaba bajo la sombra de un gran manzano. Espió de soslayo a las chicas jugar con sus muñecas en las banquitas junto al salón. La rechazaron minutos antes por no tener una ¿Por que su mamá no la dejo traer a Rocío? O mejor dicho ¿Por que no la había traído de todas formas? Que tonta en dejarla, se hubiera ahorrado la incomodidad de estar parada en el patio, sola y asustada.

Los chicos, por otra parte le parecían sucios y bruscos, con juegos muy distintos a los que solía jugar con sus hermanas ¿Que gracia tenía perseguir un balón? ¿Cual era la idea de cavar un agujero si finalmente lo destruirían? Además ¿Como haría todo eso sin ensuciarse su vestido verde? Pateó una piedra molesta y un poco de tierra le cayó a sus zapatitos de charol. Se agachó a limpiarlos con los ojitos enjugados en incipientes lágrimas, odiaba el preescolar, no quería regresar nunca jamás.

Alzó el fruncido ceño amurrada, debía encontrar una manera de salir de ahí y volver a su casa.

Al fondo del patio diviso a tres chicos sentados al rededor de un tronco cortado, conversaban acaloradamente tirando líneas sobre un papel ¿Dibujaban? Cristina amaba dibujar. Dibujar no era peligroso, ni brusco, ni sucio. Quizás no todo estaba perdido.

Caminó con paso inseguro hasta el fondo del patio practicando su discurso. Ese día en la mañana su hermana Mónica le había dicho que hacer amigos no era difícil. Pregúntales si puedes jugar y si quieren ser tus amigos, solo eso Titi. Luego le besó la frente y le entregó la lonchera de Barbie que le regalaron para navidad atosigada de comida que su madre le empacó por la mañana, se despidieron y entró a la sala del preescolar. Nunca debió separarse de Mónica.

Cuando estuvo suficientemente cerca carraspeo para llamar su atención. Los tres se voltearon a verla. Melchor la reconoció en seguida. Se parecía tanto a sus hermanas que fue imposible no relacionarla con la familia vecina. Era una de las hermanas Marambio, esas niñas de la que tanto hablaba Gaspar, no sabía que les encontraba, las niñas eran molestas y no les gustaba correr y escalar árboles. Aburridas.

— ¿Quieren ser mis amigos?—no recibió respuesta, ellos sabían que el silencio era indispensable para su misión de aquel día así que deliberadamente decidieron lo no hablar con nadie a menos que fuese estrictamente necesario. Cristina por su parte se castigo mentalmente, se había equivocado en algo tan simple como hacer dos preguntas, primero debía preguntar que estaban jugando, no si querían ser sus amigos, volvieron a amenazarla las lágrimas pero se repuso.

— ¿A que juegan?

—No estamos jugando—respondió Melchor cortante esperando que se aburriera y se fuera, acto que a Cristina le pareció muy rudo y descortés. Reconoció al muchacho, era el hijo de la vecina, el hermano pequeño de aquel muchacho alto y recio por el cual sus hermanas suspiraban.

—¿Que hacen entonces?—no se daría por vencida tan fácil, era su última oportunidad antes de tener que fugarse.

—Somos detectives...—soltó Antonio y Tomás le dio un codazo, acababa de romper la regla de no dar información a extraños.

— ¿Puedo ser yo también un detective?— los ojitos se le iluminaron y la voz se le agudizo de la emoción.

No tenía idea de que era un detective pero suponía que era divertido.

Melchor, Antonio y Tomás la escrutaron completamente, vestido, manos limpias, pelo largo. Llegaron los tres a la misma conclusión.

—No—sentenció Melchor. Cristina rompió en llanto ¿Cual era el problema con ella? ¿Por que nadie quería aceptarla?

Aprendices de SherlockDonde viven las historias. Descúbrelo ahora