El agrio dolor de empezar de nuevo

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—¿No te parece que es el parque más asombroso que hemos visitado?

Emilia compuso la sonrisa más grande que tenía solo para poder alegrar a Tomás, quien de brazos cruzados había rechazado ya, dos refrescos, tres helados, seis dulces y un paseo en bote. Decir que no estaba contento con la mudanza era ser optimistas. Tomás odiaba Los Robles y a cada uno de sus habitantes, sus casas de techo rojo, sus locales coloridos y su gigantesco parque ¿Por qué tuvieron que mudarse? A él le gustaba su antiguo barrio, sus antiguos amigos, su antigua casa, Los Robles no era más que una larga pesadilla de la cual no había podido despertar, pero no le tomaría mucho tiempo más convencer a sus padres y a su hermana que aquello era una mala idea, solo debía mantener la pataleta el tiempo suficiente, aunque eso significase no hablar, no comer dulces y no ver televisión.

Emilia suspiró cansada ante el mutismo de su pequeño hermano, estaba apunto de darse por vencida. Conocía la terquedad acérrima de Tomás, como también sabía que nunca daría su mano a torcer sin conseguir lo que quería ¿Cómo explicarle a un niño que hay cambios que no se pueden remediar? Entendía la rabieta, pero lamentablemente esta vez no podría consentirlo, Tomás debía aceptar que este cambio era definitivo y que en un par de meses entraría al preescolar en aquel pueblo, le gustase o no.

Le peinó el cabello con ternura maternal para luego acomodar un par de mechones detrás de su oreja, sonrió acariciándole la mejilla para luego apretarla de manera cariñosa.

—Deja las pataletas y vamos por un granizado de frutilla.

Le tomó de la mano y lo guió hasta un carrito, había solo una cosa a la cual Tomás no se podía resistir y eso era el granizado de frutilla. El hombre en el puesto habló con calma y gentileza, según él conocía a todas las personas en el pueblo y ver caras nuevas incitaba su curiosidad. Se deshizo en una plática infinita con Emilia mientras preparaba, agónicamente lento, el granizado de Tomás.

Un niño de cabello negro y ojos azules se acercó al carrito con porte decidido, se empino en punta de pies y solo asomando la nariz llamó la atención del vendedor.

—Quiero uno de manzana—dijo sin siquiera saludar, a lo cual tanto Emilia y Tomás se sorprendieron. No solo era extraño que un niño hablara con tanta soltura y desenfado a sus mayores, sino que también que estuviera solo en el parque.

— ¡Melchor! ¿Cuáles son las palabras mágicas?—soltó un muchacho apareciendo de la nada. Tenía el cabello tan negro y los ojos tan azules como el menor pero era varios años más grande, Emilia le echó unos trece o catorce años.

—Cierto casi lo olvido. Pero que esta vez sea rápido, no quiero perder treinta minutos mientras usted conversa con Gaspar de cosas sin importancia.

Si la anterior actitud del muchacho sorprendió a Emilia, esta nueva oración la dejó completamente perpleja. El chiquillo carecía completamente de buenos modales.

Gaspar le dio un coscorrón de advertencia a su hermano, no era la primera vez que le hacía pasar vergüenzas, y no sería la última, pero por lo menos el coscorrón, aunque no lo hiciera recapacitar, demostraba públicamente que no todos los Valencia iban por la vida insultando a la gente y que Melchor era la excepción.

—Sigue comportándote así y no te traeré más piojo.

—Déjalo Gaspar, no sabes cuanto me hace reír ¿De manzana me dijiste Chie?

—Sí... por favor—respondió altanero.

 —Nosotros estábamos primero—terció Tomás nervioso con voz muy bajita. No solía inmiscuirse en las conversaciones de los grandes pero realmente deseaba aquel granizado.

Aprendices de SherlockDonde viven las historias. Descúbrelo ahora