—Y esta es la cafetería—dijo Tomás con calma y relajo. No le fascinaba ser el guía de los nuevos, pero Amanda era a excepción. Apenas se la habían presentado hacía diez minutos, pero habían sido los mejores diez minutos en los últimos meses.
Desde que Emilia muriera todo era muy negro. Las investigaciones, los testigos, las teorías, las intrigas. La mayor parte del tiempo se sentía sobrepasado, y sobre todo muy solo. Deseaba mandarlo todo al demonio, tomar su bolso y largarse de aquel pueblo condenado. Sabía que no tenía ningún lugar donde ir, pero sin Emilia daba lo mismo donde estuviera.
Desde que se mudaran de Los robles, años atrás, su vida se había vuelto un infierno. Primero su hermana se quedó en el pueblo, abandonándolo. No se había quejado, ella tenía derecho de hacer su propia vida, pero vivir con sus padres era como vivir con nadie, solo tenía Lorena, a quien quería como si fuera su madre, pero no era lo mismo. Sin Emilia todo se veía muy solitario.
Luego Emilia dejó de llamar. Sintió que lo olvidaba, que su nueva vida era mucho más estimulante que él. Nuevamente no dijo nada, simplemente aceptó que a todos les llegaba el momento de dejar el nido, también a su hermana.
Finalmente dejó de saber de ella, se perdió en el mapa, se disolvió en los recuerdos.
Años después, cuando regresaron a Los robles, volvió a verla, pero ya no era su hermana.
Recordaba la emoción del momento, la alegría apabullante que lo invadía y que apenas le dejaba respirar, esas ganas de salir corriendo de lo fuerte que le palpitaba el pecho y la energía que recorría cada uno de sus músculos. Vería a su hermana después de tanto tiempo, no podía esperar.
Pero ella no estaba tan emocionada con su regreso.
Se encontró con una mujer maltratada por el tiempo, flaca y demacrada. Piel sucia, cabello pajizo, mirada perdida y ropa destruida. Ni siquiera se molestó en hablarle, solo le reventó la puerta en la cara y cerró con pestillo.
Fue mucho más de lo que Tomás pudo soportar.
Se enteró luego que Melchor había caído en las drogas, Antonio se había convertido en una estrella del deporte y Cristina se había adquirido una superficialidad deleznable.
Todo para Tomás era desilusión tras desilusión. Con lo emocionado que estaba por volver al lugar donde se acumulaban la mayoría de sus buenos recuerdos. No le quedaba más que resignarse a que la vida, en su mayoría, era un túnel oscuro con pequeñas ventanas que, muy de vez en cuando, dejaban entrar algo de luz. Y a él hace demasiado tiempo que lo tenían en la oscuridad.
Hubo un tiempo en que las cosas parecieron mejorar. Su hermana empezó a buscarlo, a rehabilitarse, pero todo se fue a la mierda nuevamente.
Murió de una sobredosis, encontraron su cuerpo frio y pálido la madrugada del nueve de septiembre. Él no volvió a ser el mismo, nada volvió a ser lo mismo.
Una cosa era saber que su hermana estaba por ahí ignorándolo y otra muy distinta que su hermana no estuviese más, nunca más.
Pero ese día, por obra y gracia de alguna deidad en la cual Tomás no creía, había aparecido en la puerta de la oficina del director un chica bajita y morena, tan adorable que Tomás se quedó un minuto completo observándola como si fuese un ángel recién caído del cielo.
Miraba asustada todo a su alrededor, y cruzaba furtivas y cortas miradas con él.
A Tomás le pareció lo más encantador que jamás vería, y decidió que estaba cansado de que todo en su vida estuviera oscuro. Se acercó a la ventana y corrió la cortina con extrema furia, iba a entrar luz a su túnel, haría que entrara luz a su oscuro, frío y solitario túnel.
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Aprendices de Sherlock
Novela JuvenilHubo una época en que Melchor, Cristina, Tomás y Antonio fueron buenos amigos, que digo buenos, los mejores amigos, pero crecieron sin poder evitarlo y antes de que lo notaran ya no se conocían. ¿Es prudente juntar sus caminos nuevamente o todo ter...