Egoísta

2.2K 161 73
                                    

Emilia divisó a su madre sentada en la mesa más lejana, admirando la gente pasar por fuera del restaurante. El verano se había declarado por completo en Los Robles y la temperatura rondaba los treinta y dos grados. No se consideraba a sí misma como una fanática del clima soleado, pero lo prefería por sobre el frío.

Tomó aire y revisó que su uniforme de oficinista luciera bien, llevaba una semana trabajando como secretaria en la alcaldía y de alguna forma sentía que poco a poco iba dejando el pasado atrás, nuevamente.

Sacó un espejo pequeño de su bolso y revisó que el maquillaje estuviera en su lugar y que su peinado luciera decente. Al corroborar que todo se encontraba en orden, volvió a revisarlo, solo por si las moscas.

Lo cerró finalmente, y respiró hondo y lento. Detestaba los reencuentros, siempre lo había hecho, era la prueba más clara de que el pasado nunca iba a abandonarla, porque cada vez que su camino parecía ser completamente diferente al anterior descubría que esa conexión con la persona que era en el pasado era imperturbable e irrefutable, al final de cuentas no podía cortar los lazos consigo misma.

Siempre quedaba la opción de huir y no enfrentar el pasado, pero si huía ahora tendría que huir para siempre, era lo lamentable del pasado, lo cargas en la espalda, como una cruz.

Decidió acercarse, entre más pronto lo enfrentara, más pronto terminaría. Era solo su madre ¿Qué tan malo podía ser?

Se acercó por entre las mesas y de a poco fue definiendo más sus rasgos y su silueta. Estaba mucho más vieja que la última vez que la viera y eso la sobrecogió, de la misma forma en que ver a Tomás hecho casi un hombre le partió el corazón unos días antes.

Se recompuso antes de sentarse, no era momento de ser débil.

Su madre se sobresaltó al verla llegar y se quedó mirándola tan sorprendida que pasó un minuto completo antes de que pudiera decirle algo coherente.

—Recaíste—pronunció anonadada.

Maravillosa manera de reencontrarse, pensó Emilia, haciendo presentes sus grandes falencias como ser humano a forma de saludo.

—¡Has ganado peso, y definitivamente ese tono de labial no te queda! Pasando a otras noticias ¿Cómo estás mamá?

—Dios, Emilia, estás delgadísima, y tu piel, si te pones un poco más pálida desaparecerás.

Acarició su rostro y ella se dejó querer nuevamente. Tanto tiempo que su madre no le acariciaba que hasta había olvidado lo agradable que se sentía.

—Estoy mejor ahora mamá, lo he dejado, otra vez. Deberían darme una moneda cada vez que dijera eso, ya tendría dos monedas—usó la técnica de Gaspar, hablar sin sentidos para marear al oponente, aunque no pareció tener efecto en su madre, quien solo le miró con preocupación—. O podríamos solo dejar de hablar de ello, si te parece más adecuado.

—Tomás quiere verte.

—Lo sé, yo no quiero, fin de la discusión ¿Quieres un café? Yo invito.

—Supe que fue a tu departamento y le cerraste la puesta en la cara ¿Qué estás haciendo, Emi?

Con los años, Dolores había aprendido que para manejar a su hija lo primordial no era llevarle la contraria, sino hacerle ver de manera introspectiva que sus acciones carecían por completo de sentido.

—Por favor mamá, no hagamos de esta una ocasión desagradable.

—Emilia, él te necesita, eres su madre y lo sabe, no me preguntes cómo, pero lo sabe ¿Cómo crees que se encuentra en estos minutos, sabiendo que tú lo rechazas?

Aprendices de SherlockDonde viven las historias. Descúbrelo ahora