Señuelo

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La primera bola de nieve dio de lleno en el ventanal de Melchor logrando que los cristales vibraran.

Cristina esperó que la silueta del chico se asomara, y en cuanto estuvo en la mira le lanzó otra bola de nieve tan fuerte que por un instante creyó que rompería la ventana.

—¡Sal!

Melchor no se movió ni un ápice, mirándola con una expresión insondable, fría y distante. Por un segundo Cristina dudó que se tratara de su Chie, de ese niño dulce que sonreía tan grande que hacía que el mundo se volviera un lugar mejor con solo mostrar sus dientes, pero no le quedó más que aceptar la realidad.

Lanzó otra bola, esta vez a la muralla, temía romper una ventana.

—¡Sal Melchor! ¡No puedes evitarme para siempre!

Lanzó una tercera y una cuarta, mirándolo a los ojos, sin quitar su atención del perfil orgulloso de su mejor amigo, aunque ya no podía llamarlo así, hacía mucho que no hablaban, meses ¿Cuánto dura un mejor amigo? ¿Era posible que un poco de tiempo lejos los distanciara tanto? ¿Cuándo podían comenzar a llamarse extraños? No quería pensar en ello, pero las preguntas se arremolinaban en su mente de forma inevitable.

Una tras otra las bolas se estrellaron contra la muralla, una tras otra fueron ignoradas, alimentando la furia en el corazón de la chica ¿Cómo podía Melchor simplemente ignorarle? ¿Cómo podía ella significar tan poco? Tomás y Antonio se habían dado por vencidos hacía un par de semanas, como si Melchor repentinamente hubiese dejado de existir.

«Deberíamos invitar a Melchor».

Insistió ella luego de una larga conversación sobre qué película irían a ver el sábado.

«¿Deberíamos?»

Preguntó Antonio escéptico.

¿Cómo podían rendirse tan pronto? No era simplemente un chico cualquiera que vivía en su misma calle, era Melchor, su Melchor. Ese que le leía libros aburridos, ese que le tomaba la mano cada vez que saltaban desde el muelle para zambullirse en el lago de la reserva, ese que la abrazaba cuando tenía miedo, ese que se reía de ella cuando decía algo mal, solo para corregirla unos minutos más tarde.

—¡Baja Chie!—gritó a todo pulmón, lanzando otra bola directo a la casa—Baja ahora y te perdonaré todo lo que me has hecho. Baja porque si no, no volveremos a ser amigos.

Sonaba desesperada, lo sabía pero no le importaba. Era indispensable que él entrara en razón. Los chicos empezaban a olvidarlo y no podía permitirlo.

—¿Sabes lo que va a pasar?—chilló apretando la nieve entre los dedos—Algún día te darás cuenta de que no debiste abandonarnos, y volverás ¿Sabes lo que haré yo? Te ignoraré, te pagaré con la misma moneda.

En algún punto reflexionó sobre sus palabras y sacó la conclusión que sin importar lo que pasara, si Melchor volvía a hablarle lo recibiría con los brazos abiertos. Lo abrazaría muy fuerte y le haría jurar que nunca más dejaría de hablarle.

Pero decirle aquellas palabras era su último recurso, su mejor salida. Arrinconarlo, asustarlo, si ella era solo un poco importante él saldría, estaba segura.

Pero Melchor seguía parado detrás del ventanal, por lo que no le quedó más que lanzar toda la nieve del piso con tal de hacerle reaccionar.

—¿Qué es todo este escándalo?—Baltazar apareció por la entrada enfundado en un abrigo viejo y sucio. No se acercó a Cristina, pero el olor a alcohol golpeó la nariz de la chica como una ola.

—Lo siento señor Valencia—murmuró Cristina escondiendo la última bola en su espalda y deshaciéndola de un apretón—. Quería que Melchor bajara a jugar.

Aprendices de SherlockDonde viven las historias. Descúbrelo ahora