Emilia sabía que Enrique era peligroso, no cabía duda de ello. Y aun así lo amaba. Era de esas cosas que no tenía explicación. Era como las drogas, sabía que la destruían, pero aun así le gustaban.
Ponerse a escarbar de cómo funcionaban los sentimientos consistía en una empresa demasiado complicada e innecesaria.
Eso era lo bello de amar, no buscarle un por qué, solo hacerlo, solo amar.
Sabía que él nunca se lo diría, lo tenía claro. Enrique era de ese tipo de personas que simplemente no sabían expresar lo que sentían y que me movían en un espectro de emociones bastante limitado, así que si en algún momento llegaba a amarla, si lograba hacerlo, no se lo diría. Emilia tenía un don para leer a las personas, y a Enrique era capaz de descifrarlo con la misma facilidad con la que terminaba el puzle del domingo.
Pero ella era una historia distinta. Ella necesitaba decírselo, porque era pésima guardando secretos o sentimientos y tener el amor atrapado en la garganta le causaba indigestión.
—Te amo—dijo mirándolo a los ojos. Era temprano, la luz se filtraba por la ventana, estaban desnudos y ella comenzaba sentir hambre.
Se conocían hace ya casi seis meses y a pesar de que su primer encuentro no era la mejor primera impresión que se puede llegar a tener, la insistencia de la chica había terminado convenciendo al pelirrojo que ella podía terminar siendo más que solo una molesta niña rica.
Al final lo era de todas formas, pero esa molesta niña rica tenía dueño.
—¿Qué hora es?—preguntó mientras se frotaba la cara.
—Te amo—repitió ella, abriéndole el parpado derecho con un dedo—, tenía que decírtelo.
—Lo sé—continuó él mientras se estiraba y buscaba su reloj sobre la mesita de noche.
—¿Sabes que tengo que decírtelo, o sabes que te amo?
—Las dos—respondió seco y se levantó repentinamente—¿Tienes hambre? Hay huevos.
No tenía idea de por qué le disgustaba la respuesta de Enrique, sabía que no recibiría jamás un "te amo", ni siquiera un seco "yo también", pero ese "lo sé" se le antojaba más duro de lo presupuestado.
Abrazó un almohada y se sentó a lo indio tratando de poner en orden sus sentimientos. Comenzaba a sentirse muy molesta, inquietantemente molesta.
—No, gracias, no tengo hambre—intentó sonar dura y distante. Enrique no lo notó.
—¿De verdad? Yo muero ¿Quieres que te deje algo listo?
—¿Vas a salir?
—Tengo cosas que hacer.
—¿Cosas?
—Drogas y contrabando, algo así—se colocó un par de calzoncillos limpios y una polera nueva. Era incapaz de colocarse algo usado con anterioridad.
—No me mientas, no soy tonta. Tú detestas las drogas ¿Por qué te dedicarías a venderlas?—Emilia sabía la verdad, toda la verdad, pero necesitaba que él se la dijera, necesitaba que confiara en ella.
—¿Dinero?—trató de remarcar lo obvio con su mejor sarcasmo, pero ella lucía infranqueable.
—¿Por qué me mientes? Te conozco Enrique, te conozco muy bien.
Y a él le hubiese encantado contradecirla, sacarle en cara de que no tenía idea de quien era, pero no tenía argumentos para sostener esa idea. Emilia era muy aguda, observadora, parecía una chica tonta más, pero no pasaba nada por alto. Cada detalle, cada gesto, hasta la más mínima mirada, todo estaba presente para ella y debido a eso había desarrollado una capacidad ridícula para llegar a la gente.

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Aprendices de Sherlock
Fiksi RemajaHubo una época en que Melchor, Cristina, Tomás y Antonio fueron buenos amigos, que digo buenos, los mejores amigos, pero crecieron sin poder evitarlo y antes de que lo notaran ya no se conocían. ¿Es prudente juntar sus caminos nuevamente o todo ter...