Mi persona favorita

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 Se había puesto pantalones. Más valía que Melchor no se equivocara esta vez porque se había puesto pantalones y los detestaba. Cruzó el puente para no tener que rodear la laguna del parque y se fue caminando por la orilla tranquila. Divisó al muchacho sentado en la banca frente al gran roble y apresuró el paso. Distinguió su espalda más ancha que hace unos meses y los pequeños risos negros que se le formaban en las puntas. Sonrió sin saber del todo porque, lo intuía pero no quería sacar conclusiones apresuradas, por lo que sabía, ella y Melchor eran amigos, siempre lo habían sido y dejar de serlo, aunque fuera para pasar a otro nivel de relación, le resultaba tan extraño como que de la noche a la mañana le salieran branquias.

Batió la cabeza para que los pensamientos confusos se evaporaran y apresuró más el paso, solo para que la presencia de Melchor la sacara de sus tribulaciones, como siempre.

Se paró junto a la banca y sonrió. Iba vestida tan distinto a como solía hacerlo que por un momento pensó que si no decía nada él no la reconocería. Los pantalones largos, las converse, la blusa a cuadrille y el cabello tomado con una trenza pegada a la cabeza, todo en general gritaba que esa persona no era Cristina Marambio. Pero las cosas no fueron como ella creía y fue reconocida casi de inmediato.

—Llegas tarde—dijo Chie levantándose y metiéndose las manos a los bolsillos.

Hacia solo un par de días Cristina había cumplido once años, todos le habían dado algo, Antonio por ejemplo se había esforzado por comprarle un pequeño collar con un colgante de luna, Tomás le dio un lindo pañuelo que, de antemano, todos sabían Emilia había elegido. Pero Melchor no se pronunció, la abrazó como siempre, la felicitó y nada más. Lo normal hubiese sido sentirse decepcionada pero el efecto fue completamente el opuesto. Cristina conocía perfectamente a Melchor y si había algo que él detestaba, más que las berenjenas y las voces nasales, era perder, y como entre ellos todo era una eterna competencia los regalos de cumpleaños no eran la excepción. Por lo general ganaba Cristina, pero en su cumpleaños el premio solía quedar empatado, los tres chicos se esforzaban por regalarle cosas que finalmente no le gustaban, pero, como no era capaz de romperles la ilusión, decía que los tres eran muy lindos y que era un empate. Este año había sido diferente, el colgante de Antonio era precioso, mientras que el pañuelo de Tomás se parecía en demasía a uno que anhelaba comprarse desde hacía mucho. Por esos motivos en cuanto vio que Melchor no le regaló nada supuso que algo grande se venía, aun que no estaba segura de que era o cuando llegaría.

Llegó seis días después. Melchor le avisó por el balcón que al día siguiente debían encontrarse en el parque porque por fin había encontrado un nido de águilas y los polluelos estaban recién nacidos.

A Cristina le hizo ilusión, llevaba mucho tiempo queriendo ver polluelos de águila, ni siquiera recordaba bien la razón de tal manía, pero durante años Melchor se había encargado de buscarle un nido. Las primeras seis veces fue falsa alarma y este sería el séptimo intento, esperaba que esta vez fuera verdad, realmente lo esperaba, sería sin duda el mejor regalo de cumpleaños que jamás alguien podría darle y por alguna razón, que no entendía del todo, recibirlo de parte de Melchor la ponía el doble de contenta, quizás incluso el triple.

—¿Vas a quedarte todo el día ahí parada mirándome?—dijo con un tono desinteresado y algo hosco. Cristina se sobresaltó, su mente estaba perdida admirando lo alto que parecía Melchor en esos momentos, lo mucho que había cambiado en los últimos meses. Siempre ella había sido la más alta del grupo—a excepción de Antonio claro—pero de un tiempo a esta parte todos se estiraban al doble de velocidad que ella.

—Lo-lo siento, es solo que…

—¿Qué?—interrumpió más duro que de costumbre, a lo que Cristina no respondió de los mejores modos.

Aprendices de SherlockDonde viven las historias. Descúbrelo ahora