Halima

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Halima nació en la casta más baja de Keergahn. Por debajo sólo estaban esclavos y delincuentes. Su madre lloró al ver que era una niña y la apartó de sí. No quiso alimentarla ni darle un nombre. Hasta pensó en ahogarla en el río sagrado, como ofrenda a los Dioses. Pero su tía Hanane lo impidió. Alimentó a la niña con leche de cabra y la nombró Halima. La tía era una solterona, una desgracia para la familia, pero nada de eso importaba. Juró labrar un futuro mejor para su niña de ojos verdes.

Halima creció fuerte y sana. Cuidaba a sus hermanos menores, ayudaba en los quehaceres. Aprendió desde muy joven a manipular hierbas venenosas para matar a las ratas enormes que se colaban en su hogar. Vivía en una zona rural de Keergahn a donde no llegaban las mejoras implementadas por su nuevo rey. Él era un jovencito con talento. Se había ganado el miedo y la admiración de todo su pueblo. Claro que a Halima esto no le importaba, porque ella vivía en el campo y su mundo estaba limitado a la casa familiar. Sólo podía soñar mirando a las damas ricas de la zona, a quienes sus esclavos llevaban en palanquín. Ellas no sabían del hambre ni de las ratas grandes como perros que devoraban gallinas y, a veces, niños. Para Halima, estas mujeres existían en un plano superior a donde ella no tenía derecho a aspirar. Y sin embargo, las admiraba. Aprendió a imitar sus gestos y su forma de hablar, espiándolas en el mercado siempre que lograba huir del control de su madre. Halima era bella e inteligente. Si hubiera nacido rica, no tuviera nada que envidiar a esas damas. Pero siendo pobre y analfabeta, de poco servía tener un cuerpo grácil, bellos ojos color esmeralda y un largo cabello negro y sedoso. La belleza era un accesorio. Esto fue lo primero que entendió Halima.

Lo segundo que aprendió fue que viviendo en aquella aldea jamás llegaría a nada. Cuidar niños y atender gallinas era todo lo que podía permitirse antes de ser entregada en matrimonio a algún granjero. Era eso, o envejecer como la tía Hanane, de sirvienta en la casa de su hermano mayor y cuidando a sus sobrinos. Halima no quería ese destino. Ya tenía quince años y, por mucho que se escondiera bajo sus harapos, era notable su abundante pecho. Los hombres la desnudaban con la mirada al pasar. Era cuestión de tiempo antes que su padre la entregara. Así que Halima decidió marcharse.

La niña escapó de madrugada. Besó a la tía Hanane, aún dormida, antes de irse corriendo por los campos. Se llevó dos cabras que más tarde vendería en el mercado. Consiguió ropa nueva y pagó un transporte que la llevara hasta la capital. Era una jovencita de modales elegantes y nadie sospechó de ella mientras subía a la carreta. Pensarían que era hija de algún rico mercader de la zona. Halima estaba feliz de encajar en esa historia. Hija de nobles, poderosa, bella, y de camino a su libertad.

Pero, cuando ya la carreta se alejaba del mercado, fue interceptada por unos jinetes. Halima reconoció espantada a su padre y a sus tíos. La bajaron a golpes de la carreta y se la llevaron de vuelta a su casa. Allí le arrancaron su ropa nueva y le azotaron con una vara. No dejaba marcas pero dolía terriblemente.

Su madre observó todo, indiferente, pero tía Hanane la protegió, lanzándose contra el padre.

— ¡Perdónala, por los Dioses!

El padre de Halima veía a Hanane con desprecio.

— ¡Esto es culpa tuya, por consentirla!

Le rompió la nariz de un puñetazo y los demás hermanos la arrastraron a un rincón, para seguir golpeándola. Mientras, Halima estaba a punto de desmayarse. Cada golpe aumentaba su ira. Cada golpe era una promesa de muerte a su padre, a su madre y a sus tíos. La abandonaron entre el polvo y las gallinas del patio, sucia y adolorida. Pero Halima no lloró. No había llorado ni una vez desde que era un bebé. Aquel dolor solo aumentó su determinación. Juró que sería libre o moriría luchando.

Halima: la serpiente y el mago Donde viven las historias. Descúbrelo ahora